La población de Pipinas, 90 kilómetros al este de La Plata, apenas llega a los mil habitantes. No hay bancos, farmacias, ni cajeros automáticos. Cuando alguien dijo que desde ahí iba a lanzarse un cohete al espacio, varios creyeron que era una locura. Y eso que todavía no conocían los detalles: los 14,5 metros de alto, los más de 2.500 kilos de peso.
Nadie sabía las tres letras y el número del prototipo VEX 1. Ni que ésta es la primera prueba para desarrollar otro modelo, el Tronador II, mucho más grande, que se lanzará desde una nueva plataforma espacial que se está construyendo en Bahía Blanca.
Nadie sabía mucho y, por eso, el rumor se hizo fuerte. Unas cincuenta personas se juntaron en el Almacén de Perico, en Punta Indio –a 30 kilómetros de distancia de Pipinas–, para anotar en un papel su nombre, su documento, su firma y oponerse al proyecto: decían que los lanzamientos iban a contaminar. Otro, cuando el proyecto estaba más avanzado, le sacó una foto al cohete a 45º del suelo. Dijo que se iba a usar como misil: en las redes sociales del pueblo no se hablaba de otra cosa.
En los últimos diez años, cada una de las cuatro veces que Argentina lanzó al espacio un satélite de observación para investigar cosechas, mareas o prevenir catástrofes climáticas, hubo que alquilar una plataforma. Cada vez hubo que pagar US$ 600 millones. Por ahora, Estados Unidos, Rusia, Japón, Francia, China, India, Israel, Irán, Corea del Norte o Corea del Sur son los únicos que poseen esta tecnología. En Sudamérica, nadie la tiene.
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Como todos los que participan del proyecto Tronador II, el decano de la Facultad de Ingeniería Marcos Actis tiene estrictamente prohibido hablar del cohete.
Pelo canoso y tupido, jopo al estilo Clark Kent, anteojos cuadrados de marco negro y vidrios gruesos, cuenta que durante cinco años el prototipo se desarrolló y se ensambló en el hángar de la Facultad, pero no dice mucho más. La Ingeniería Aeronáutica es una materia de papers vacíos: la información sobre cómo se arma un satélite o un avión no se comparte.
—Si bajás un paper de la NASA te muestran figuritas. No hay nada —explica—. Es tecnología de punta que después se va a comercializar.
Cada dos o tres oraciones, Actis pide reserva. Nada de lo que diga podrá publicarse hasta que el cohete despegue. Y, se verá después, para eso falta. Hoy es diciembre y su oficina tiene las puertas abiertas de par en par. El despacho es amplio pero las persianas bajas le dan un tono lúgubre. Hay un reloj de pie de madera antiguo y muy alto que cada media hora suena a campanadas.
De chico, Actis jugaba con partes de cohete que su abuelo, herrero, le fabricaba. A los doce años supo cuál era su vocación. En la facultad se desarrollaron la mitad de las partes del VEX1 y el ensamblado final: el sueño de su vida. Por eso, aunque parezca raro, está deprimido.
—Para mí es una pena que siendo decano me caiga un proyecto como éste. Me deja un sabor amargo… Quisiera estar más tiempo con la máquina: vivir adentro de ese hangar. Pero hay compromisos políticos. Todo no se puede.
Para fabricar el Tronador II, Actis viajó, visitó museos, sacó fotos a todos los prototipos que pudo. Copió todo lo que pudo copiar: no hay otra forma. Un ingeniero mira y aprende.
—Tener satélites propios es tener información. No sólo sabés cómo viene tu cosecha sino también cómo viene la del que te compite. Estados Unidos sabe si hay mucha cosecha de trigo, cuánto va a valer el que ellos tienen, si lo guardan, lo venden: es estratégico. Podríamos controlar que los barcos no pesquen en nuestras costas y mucho más. Nadie se animaba a hacer un proyecto así, pero esto, te aseguro, no tiene límite.
En el escritorio hay muchos papeles. Sobresale entre ellos un libro grueso, amarillento, viejo: en la tapa tiene el dibujo de un hombre de perfil dando un paso, flanqueado por una bandera argentina que flamea.
—Mirá. Ese es el Plan Quinquenal de Perón. Hace cincuenta años el tipo estaba pensando el desarrollo espacial que hoy estamos queriendo tener.
—¿Y qué factores se dieron hoy para que hoy se pueda empezar a pensar en el Tronador II?
—Varotto —dice el decano.
Como si fuera obvio.
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—Voy a comprar una Coca, ¿me esperás? —le dice una mujer rubia y regordeta al chofer.
El chofer, camisa celeste, pantalón negro, dice que cómo no, Marita, la esperamos.
El micro que va desde La Plata hacia Pipinas tendría que haber salido pero va a salir en un rato, porque para un chofer de pueblo el argumento es válido: la vecina Marita tiene sed.
Arrancar significa dejar atrás el ajetreo de la ciudad y avanzar hacia un paisaje que se transforma kilómetro tras kilómetro: los autos son cada vez menos, el contorno de edificios de la ciudad se va troquelando, y aparece una ruta fina, con casi nada de tránsito, partida al medio por una raya blanca, añeja y descolorida. De pronto, hacia un lado y hacia el otro del bus la postal pampeana se vuelve palpable: el sol centellea, las vacas miran a la nada y el horizonte se transforma en una línea del color del pasto.
El colectivo se detiene en un andén con un cartel negro -de esos típicos de estación de pueblo-, que en letras blancas dice: “Verónica”. Alguna vez allí hubo una estación de tren, cuando todavía funcionaba el Ferrocarril del Sud, pero desde que cerró en 1978 devino en terminal de ómnibus. A la hora de la siesta, en este lugar de casas bajas y sencillas, gobierna el silencio. Desde acá hay que tomar el colectivo de línea 600, y en quince minutos más se llegará al pueblo del futuro espacial.
Pipinas se fundó en 1913. La luz eléctrica apareció recién hace cincuenta años. Su primera fuente de ingresos fue -a partir de 1928-, la base naval Punta Indio donde llegaron a trabajar trescientos oficiales: hoy, allí, no trabajan más de treinta. En 1938, la cementera Corcemar instaló su fábrica. Enfrente un hotel, al costado casas de operarios y jefes: la prosperidad. Pero en 1994, la fábrica fue vendida a Loma Negra. Siete años después, quebró.
Hasta hace un año, de a poco, este pueblo desaparecía en el olvido.
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Uno de los ingenieros dice (en absoluta reserva de identidad) que el lanzamiento piloto será el 10 de diciembre. Pero después se posterga. Para la semana siguiente. Para la otra semana. Para la otra. Y llueve. Y se posterga porque se necesitan cuatro días de sol, nada de viento. Porque la ventana de viento–el momento casi epifánico en que en el aire hay una pausa y nada se mueve- es a la madrugada o al mediodía, pero nunca se da. Y se deja para el verano, pero el verano pasa, y nada. Y llega un día, 26 de febrero, en el que todos se preparan porque el lanzamiento va a ser al día siguiente. Y durante un cruce de mails para ultimar detalles de cómo repartirse para viajar a Pipinas con los ingenieros (en absoluta reserva de identidad), a eso de las seis de la tarde la cronista recibe un llamado de alguien de la organización del cohete. Hay novedades.
Que el lanzamiento se hizo hoy pero no le avisaron a casi nadie para no generar tanta expectativa como sucedió en diciembre -en el primer intento de lanzamiento, que no pudo concretarse. Que sólo estuvieron los que tenían que estar cuidando el cohete. Porque lanzar el cohete es confidencial. Se elevó unos segundos, dicen algunos. Se remontó dos metros, dicen otros. Sí, pero se partió en dos. Y con la voz un poco triste los ingenieros aclaran que el hecho de que no haya despegado no significa que todo falló, significa que el proyecto avanza.
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Conrado Varotto es el director de la CONAE. Es italiano, tiene 72 años y desde hace cuatro años trabaja a destajo en el proyecto.
A la una de la madrugada, cuenta Actis, puede llegarle un mail de Varotto, desvelado por el tamaño del motor del cohete o los ensayos que faltan. Cuatro horas después, cuando de despierta, el decano le responde. Y se la pasan hablando por teléfono.
—Él es un loco y yo otro. No nos importa nada —dirá Actis— Por estar acá, me he perdido parte de ver crecer a mis hijos.
Actis y Varotto no son los únicos obsesionados. Aquí todos lo saben y sin dar nombres hablan del ingeniero que se apasionó tanto con el proyecto que pasó semanas sin volver de Pipinas. Cuando regresó tenía una gran experiencia, pero había perdido a su mujer.
En diciembre, un día antes del primer intento de lanzamiento piloto, el italiano no se fue a su casa. Se quedó, toda la noche, en la plataforma de lanzamiento. Nadie sabe si pudo dormir, si le habló al cohete en susurros: él tampoco lo contó. “Con gusto puedo darte la nota, pero primero tenés que pedir autorización con el Ministerio de Planificación, que maneja la prensa. Esto es muy confidencial”, dijo por teléfono. Los pedidos se sucedieron. Las respuestas nunca llegaron.
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En 2009, el decano de la facultad de ingeniería le pidió a Isaías Gallana y a otros ingenieros aeronáuticos del Grupo de Ensayos Mecánicos Aplicados (GEMA) que armaran un Power Point para construir un cohete. Todos pensaron que estaba loco, pero lo hicieron.
Hoy, en el hangar de la Facultad de Ingeniería de La Plata, Gallana –pantalón marrón de tela, con bolsillos a los costados, chomba azul, pelo claro, ojos achinados, cejas tupidas- corre una cortina gruesa de plástico transparente.
Debajo, enganchado a unos rieles, el cohete. La forma de un dedal pero inmenso, largo y robusto, pintado de un blanco inmaculado de quirófano, suave al tacto.
—Acá va el motor.
Otro rincón, adentro del pico de la punta.
—Acá el satélite.
Apunta a unas partes desperdigadas al lado, sueltas.
—A todo esto que se ve de color metal todavía hay que pintarlo de blanco.
Primero, la idea fue excéntrica. Después, un secreto de Estado. En julio de 2013, con el proyecto avanzado, se presentó una maqueta en exhibición en Tecnópolis. Ya estaban implicados en el asunto trescientos profesionales del Centro Espacial Teófilo Tabanera de Falda del Carmen, el Centro de Investigaciones Ópticas del Conicet (CIOP), el Instituto Balseiro, el Instituto Universitario Aeronáutico de Córdoba (IUA), el Instituto Argentino de Radioastronomía del Conicet (IAR) y la Universidad Nacional de Córdoba.
Y el lunes 14 de octubre, feriado, en este hangar se ensamblaron las partes. Luego, lo trasladaron a Pipinas.
—Fue un horario prudente, el camión –que también se construyó en la Facultad de Ingeniería para trasladar especialmente al cohete - era muy grande, así que había que largarlo en algún día y horario en que el tránsito sea poco y la ciudad estuviese tranquila —dice Gallana.
Una vez en Pipinas, la llegada del primer prototipo del Tronador II, el VEX1, fue una noticia deliberadamente modesta. Se hizo pública el 9 de noviembre en un puñado de medios elegidos. Luego llovió. Llovió mucho: para un lanzamiento, eran necesarios cuatro días de sol y poco viento. Pasó un mes y nadie –por fuera de los ingenieros- supo más nada. Hasta que se instaló una fecha: el 19 de diciembre, el cohete iba a despegar.
Muchos de los 300 ingenieros involucrados en el proyecto en todas las etapas fueron a Pipinas para ver el primer despegue. El ingeniero Daniel Latorraca esperaba el día desde hacía un mes. La noche anterior al 19 de diciembre, el ingeniero Gastón Santoiani tuvo miedo de quedarse dormido. Su colega Mariano García, también: así que decidió acostarse en el auto, a un costado de la ruta.
En la entrada, el cartel de la base de lanzamiento decía: “Pipinas Space Center”. Hubo quienes se sorprendieron de que estuviera escrito en inglés. En el centro de control principal, además de Varotto y otros ingenieros estaba, Juan Cruz Gallo, encargado de apretar el botón para que el VEX1 despegara y otro ingeniero, cuya responsabilidad era igual de importante: si había algún inconveniente debía apretar el botón rojo para abortar la misión.
Los preparativos para el despegue habían empezado a las 7 de la mañana. Creían, para el mediodía el cohete habría volado.
—Che, ese humo negro, ¿es normal? — dijo uno.
Todos miraron la pantalla.
—Sí, sí, es normal —contestó otro.
—Quizás no esté presurizado el tanque.
—Hacé zoom.
En el otro centro, el de control anexo, las persianas estaban bajas: y una proyección en pantalla gigante dividida en dos mostraba el cohete y, también, el tanque de combustible, el campo desolador. La mayoría de los ingenieros miraban la proyección con el codo apoyado en la mesa y la mano en el mentón, concentrados en la imagen como si estuvieran viendo la final de la Copa del Mundo. Hasta que apareció el humo.
Desde las pantallas se vieron a las cuatro personas, trajes blancos tipo astronauta, que se acercaron hasta el cohete. Al rato, dieron su veredicto: una pérdida en el tanque.
A las 16, el despegue del VEX1 se abortó hasta nuevo aviso. Faltaban tres meses para que Juan Cruz Gallo apretara el botón de despegue: suspensiones por clima, porque el cohete había estado muchos días a la intemperie y necesitaba un chequeo general, por la rotura de la tapa del tanque de combustible. Toda esa expectativa para terminar con el cohete partido. En ese momento, nadie podía saberlo.
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En agosto de 2003, Brasil estaba cerca de lograr el lanzamiento local de satélites al espacio. El cohete se llamaba VLS-1. Pero tres días antes del tercer lanzamiento piloto, en la base en la que estaba, explotó. En el accidente, murieron 23 personas. El error, según dicen los ingenieros, habría sido que llevaba combustible sólido, peligroso e inflamable.
Los combustibles sólidos, usados en misiones militares, no permiten maniobrar ni encender y apagar el motor después del despegue. El Tronador II, como el VEX1, será propulsado con un combustible líquido, hidracina, que se carga directamente en la plataforma de lanzamiento, sin tener que transportar al cohete con combustible adentro, como sucedió en Brasil.
Las explosiones, en la vida común, suenan fatales. Pero basta poner en Google “cohete + fracasos”, para entender que en esta rama de la ingeniería, lo que se denomina fracaso no es algo tremebundo: es más bien, parte del asunto.
El cohete Ariane, primer lanzador emprendido por Europa en 1973 bajo la dirección de la Agencia Espacial Europea, tuvo ocho fracasos hasta llegar a la versión definitiva 33 años después. El Transbordador Espacial Challenger, de la NASA, tuvo su primer vuelo en abril de 1983, y completó nueve misiones antes de desintegrarse a los 73 segundos de su lanzamiento en su décima misión, el 28 de enero de 1986, causando la muerte a sus siete tripulantes.
Como en cualquier rama de la ciencia, el error suele ser una prueba necesaria en el duro camino hacia el éxito.
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Desde en la década del `50 se lanzó uno al espacio por primera vez, los satélites nos cambiaron la vida. internet, telefonía celular, televisión satelital, GPS. Los satélites con fines meteorológicos monitorean fenómenos climáticos, predicen huracanes, tifones, inundaciones. Otros permiten estudiar los planetas, la atmósfera, los animales migratorios. Los satélites mandan fotografías de la Tierra; pueden sacar fotografías de objetos terrestres de hasta diez centímetros de tamaño.
El el SAC-D Aquarius, que Argentina mandó al espacio en 2010, mide la salinidad de los mares y la humedad del suelo. Con ellos elabora alertas tempranas de inundación, predice la aparición o dispersión de enfermedades, el clima a largo plazo, la disponibilidad de agua dulce en el mundo. Por ejemplo.
—En las nuevas computadoras, se conecta algo, un pendrive , y la máquina lo reconoce automáticamente; es lo que se llama plug and play .Los satélites de estructura segmentada tendrían un sistema parecido —explica el físico de la CONAE Alberto Ridner— Llega un nuevo módulo y el sistema que ya está en órbita tiene que aceptarlo, reconocerlo y ver qué funciones cumple. La nueva pieza, a su vez, usa esa infraestructura. Ahora es imposible enviar una cámara en cuatro o cinco meses, porque hay que hacer todo el satélite completo, como un traje a medida.
El proyecto Tronador no sólo incluye el cohete que llevará el satélite, sino también la plataforma para enviarlo.
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—Vos no lanzás cuando querés sino cuando podés — dice el ingeniero aeronáutico Elmar Mikkelson a mediados de febrero, después del intento de diciembre y de las decenas de postergaciones del lanzamiento del VEX1 que pasaron durante el verano.
— Hasta la NASA misma tiene que frenar lanzamientos porque una lucecita roja le indica algo, o su climatología le dice que no, si tiene el viento alto por ejemplo.
Sentado en una de las mesas de su habitáculo en el primer piso del GEMA, el hombre explica que el cohete es un lío de caños y cables, una cosa complicada. Fue responsable del grupo térmico del cohete desde los inicios del proyecto y hasta hace un mes.
— Un cohete no se hace todos los días. El VEX1 es un bicho grande, no muchos países pueden hacerlo. Esperemos que le den continuidad y se llegue al final. Porque esto no se hace de un día para el otro. Son proyectos a largo plazo, de mucho más que cuatro años de una gestión política. Sobre todo haciéndola con componentes nacionales ciento por cien.
La parte de Elmar, dice él, fue sencilla. Como el motor llega a dos mil grados centígrados, su función en el VEX1 fue generar la protección de las partes –de la base del cohete, por ejemplo- y trabajar en la refrigeración del lanzador, con aires acondicionados enormes y especialmente diseñados para la ocasión.
Durante el desarrollo del cohete hubo más de 100 reuniones. Desde la mañana hasta el mediodía, de tarde, por teleconferencia con gente que desarrollaba partes en otros lugares, como Capital Federal o Córdoba.
— Algunas difíciles, hubo temas ásperos, que ameritaban una reunión aparte de tres o cuatro tipos que estaban encargados de eso.
Toda la información se guardó en un rack, una torre de chapa clara, con una tapa con agujeritos: adentro, una computadora con dos CPU y un modem. Adentro de esa máquina está el diseño entero de los lanzadores de prueba, y del cohete Tronador II. Cada área tiene acceso a los planos que les competen. Allí van subiendo las modificaciones que se realizan a lo largo del desarrollo. Cuando hay cambios, les llega un email con las novedades. Los directores del proyecto son los únicos que manejan el diseño entero.
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—Este campo era la nada, era un cangrejal —dice Laura Acosta, periodista de “El Colono”, el diario de Verónica –a 16 kilómetros de Pipinas- que desde principios de 2013 cubre los preparativos para el lanzamiento del cohete.
Desde que llegó el prototipo, en Pipinas ingresaron 7 millones de pesos. Emilio Figueroa pasó de desocupado a chofer de una camioneta que trasladó todos los días a los ingenieros desde el hotel hasta la base de lanzamiento. El cuerpo de bomberos de Verónica fue contratado por 50 mil pesos por cada jornada. Pero los siete socios del hotel cooperativa Pipinas Viva, que estaba en ruinas, fueron de los más beneficiados.
Los que trabajan allí ya saben a qué ingeniero le gusta andar descalzo, cuál prefiere bife, quién pide tallarines. En noviembre, renovaron los calefones y compraron un nuevo freezer.
—El pueblo, la base naval, todo estaba olvidado. Esto nos devolvió la vida —dice el intendente de Pipinas Hernán Izurieta.
Para el inicio de clases, el dueño de la juguetería Cachín, Rubén Díaz, compró carátulas y carpetas con imágenes de cohetes.
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Cuando el 19 de diciembre, Maximiliano Fischer escuchó al jefe de los trajes blancos tipo astronauta decir que había una pérdida en el tanque, pidió disculpas.
Jefe de Integración del Proyecto Tronador II, dirigió el ensamblado de todas las partes del cohete VEX1. Durante todos estos meses, se lo vio en la sala de comandos, en la de control, charlando con los ingenieros, fumando o hablando por celular.
Durante 2013, pasaron semanas sin que pudiera abrir el Facebook. Cuando lo hacía, también se disculpaba. “Perdón. Estuve demasiado absorbido por toda esta locura”. La noche del 18 de diciembre se quedó trabajando en el centro de control: concentrado o nervioso, ni probó los fideos con bolognesa que comieron sus compañeros.
Cuando se supo que el cohete no iba a despegar esa mañana, sólo dijo:
—Si me disculpan… me voy a caminar un rato.
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Los fotógrafos que pudieron ir al lanzamiento del 26 de febrero relataron que en segundos todo se cubrió de humo: de un momento al otro, el cohete se convirtió en una estela blanca. Clarín tituló “Estalló a dos metros del suelo un cohete de fabricación nacional”. La CONAE lanzó su versión en un comunicado oficial : “A pesar de las versiones periodísticas, el VEX1 nunca explotó, simplemente cayó sin afectar la estructura de lanzamiento y sus partes ya han sido recuperadas totalmente, para poder realizar un minucioso análisis que proporcionará información valiosa para realizar las correcciones en los próximos ensayos”.
Algunos ingenieros que piden reserva cuentan que los ánimos son buenos. Dicen que están buscando saber qué falló. Que hay una idea de cuál fue el problema, pero que en un desarrollo de estas características son muchas las cosas que pueden salir mal.
Y sin embargo, comentan, los consuela saber que durante toda su carrera Wherner Von Braun, el alemán contratado por la Nasa para diseñar el prototipo que llevó el hombre a la Luna, explotó (como mínimo) unos doscientos cohetes.