Mapaternidades


Dormir como un bebé

Cuando estaba embarazada, Natalí Schejtman pensaba que los recién nacidos dormían todo el tiempo. Pero desde que nació su hijo las noches se transformaron en escenas de supervivencia: del apego a la cuna, de la teta a los brazos del papá. Más allá del desvelo. Y en un estudio exhaustivo de las teorías más estrictas y las new age para conciliar el sueño más de tres horas seguidas.

No hay nada

en este mundo

más perfecto

y precioso

y hermoso

que en un bebé que hace esto 

 

Las frases se sobreimprimen por goteo en un video que muestra a un bebito durmiendo y desperezándose en pañales y sobre sábanas blancas. 

 

Mientras yo estoy haciendo esto

 

El remate es sobre la imagen de una mujer bastante bien peinada y en bata, recién levantada, que se toma un café. La publicidad de “Sleep Sense”, un libro y un plan para mejorar el sueño de los bebés, creado por la australiana Dana Obleman, me asalta mientras escroleo Instagram. El algoritmo entiende mejor que yo en dónde estoy: un encuentro de madres y padres insomnes que está por arrancar. 

 

En una sala de usos múltiples con luz blanca y ascética, una mujer refinada, flaca, maquillada con esmero oficia de muro de los lamentos de un grupo de ocho personas sentadas a su alrededor. Parecemos sus alumnas. Somos siete mujeres, un varón y dos bebés. El reloj de la pared marca las ocho menos diez, un horario que se presta a la polisemia: el fin del día, el after office, el comienzo de la noche, la noche propiamente dicha. 

 

El contraste entre la mujer y nosotras, más y menos desmejoradas físicamente, salta a la vista. Saco mi mirada de Instagram: empieza la hora de las confesiones.

 

- Mi hijo tiene 2 años y todavía necesita tener contacto físico conmigo para poder dormir - dice la de la punta, una mujer que araña los 40, vestida de oficinista. 

 

- Mi bebé de 6 meses no puede dormir más que hasta las 5 de la mañana - confiesa la que sigue, una de 30, con la beba a upa y la voz de quien ese día estuvo al borde del llanto algunas veces.

 

- Mi hija de un año y medio se despierta en la mitad de la noche y si no le doy una mamadera no sigue durmiendo - dice otra, algo avergonzada después de escuchar a las demás.

 

- Mi hijo se está despertando a cada hora y media o dos horas - responde una mujer que está embarazada de 6 meses, y todas dirigimos nuestras miradas hacia ella decretándola, en silencio, la ganadora del premio menos deseado de la tarde-noche. 

 

La especialista en sueño de los chicos y las chicas -con varios títulos relacionados con bebés e infantes- nos mira una por una. Nos escucha, nos entiende, por momentos nos compadece. Pero hace algunas repreguntas que van directo al hueso: 

 

- ¿Cómo se duerme tu bebé? ¿En brazos? ¿En el auto? ¿En el cochecito?

- ¿Cuántas siestas duerme por día?

- ¿Qué hacés cuando se despierta en la mitad de la noche? ¿Le das la teta?

 

Las respuestas no la sorprenderán. Todas nos vamos revitalizadas por este shock informativo: estamos convencidas de que algo podemos hacer.  

 

* * *

 

Cuando estaba embarazada me dijeron muchas veces aprovechá para descansar ahora, antes de que nazca. Yo no repreguntaba, pero tampoco entendía. Para mí los bebés dormían todo el tiempo. Me imaginaba la tensión de chequear cada 10 minutos si respiraba, de sostenerle la cabecita por su cuello blando, de cuidar su mollera inconclusa. Pero el bebito siempre dormía. 

 

En el momento que asisto a esta reunión informativa, mi bebé tiene 9 meses y se despierta cada tres horas. En un día muy bueno, hace un tirón de casi cinco y después se despierta cada dos o tres. En un día malo, no llega a las 3 horas, y entre bloque y bloque incluso puede -lo hizo más de una vez- desvelarse dos horas. Cada vez que se despierta acudo a su pieza, lo cargo a upa y lo amamanto sentada en el piso. En un día bueno, unos minutos de este ritual le alcanzan para seguir durmiendo. En un día malo, no. Los días malos son cada vez menos. Los días buenos no abundan. 

 

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Después de mucha búsqueda concluyo que hay pocos indicadores indiscutidos en esta disciplina: ¿cuánto tendría que dormir mi bebé? Según una investigación de científicos de la Universidad McGill en Canadá, basada en 388 bebés de 6 meses y 369 bebés de 1 año, el 38% de los de 6 meses todavía no dormían 6 horas seguidas de noche y el 57% no llegaba a las 8 horas consecutivas. Al año, el 28% todavía no dormía 6 horas seguidas y el 43% no llegaba a las 8. El Boletín de Baby Center -en el podio de los medios hegemónicos para mapadres googleadores- dice que a los nueve meses el 70 u 80% de los bebés ya duerme toda la noche de corrido, de 8 a 12 horas sin despertarse. El mío nunca pasó de las cinco horas.  

 

Últimamente, mi marido y yo, no sé bien para qué, estamos muy interesados en cómo duermen otros bebés. La variabilidad de los estudios se ratifica en nuestro poco riguroso trabajo de campo. Nos responden desde “por suerte mi hijo dormía bárbaro” hasta “les aviso que mi hijo tiene cinco años y todavía se despierta cuatro veces por noche”. Mi comentario favorito es el que me dijo una vez una mujer etérea y dulce mientras jugaba con su hijo de dos años cubierto de rulos y banana: “de bebé dormía pésimo, no duraba más de dos horas, se desvelaba. Pero al año empezó a dormir toda la noche: te juro que pasa”. Esa respuesta tiene lo que necesito: un límite, una luz de tantos watts al final de un túnel de tantos metros. Me gustó ese futuro para nosotros.

 

La pediatra me escucha atenta, me da consejos, pero su mirada empática indica un “cosas que pasan” que a mí también me hace sentir que no es tan importante y cambiarle de tema rápido. Mi suegra pone carita compasiva y reconoce que a los 9 meses ya podría tirar unas siete, ocho horas. Pero mi mamá es la protagonista entre todas mis consultoras, la que nunca me dice ni sí ni no, ni blanco ni negro, ni normal ni anormal: 

 

- El problema son tus expectativas: ¿cómo vas a esperar que un bebé duerma de corrido toda la noche? 

 

Mi mamá es psicoanalista y recientemente doctora en Psicología. Su tema son los vínculos tempranos y para su investigación observó decenas de “díadas” de madres y bebés. Ella me dice que si bien las investigaciones suelen hacerse con mamás, en la actualidad se tiende a nominar cuidador o cuidadora principal a la figura central en la vida del niño, entendiendo que no son solo las madres biológicas las que pueden ocupar ese lugar. 

 

Tener una madre experta en maternidad de bebés siempre me resultó más bien irrelevante, pero atravesar el puerperio con las distintas partes de su tesis relatadas por ella en momentos más y menos críticos fue revelador. Así como decretó, provocadora, a los 45 días de nacido mi hijo y para mi total indignación, que yo ya podía volver a hablar de otros temas porque mi puerperio técnicamente estaba terminando, fue epifánica cuando salimos de la clínica y le comenté, algo preocupada, que una enfermera nos había dicho que nuestro bebé -que tenía un día de vida- estaba “estresado”:

 

- Olvidate de eso. Vos miralo a él. Vos sos la que más lo va a conocer.

 

Fiel a su estilo, ella no podía otra cosa que centrar el problema del sueño de mi hijo en la palabra problema que yo había puesto, sin ningún criterio médico ni maternal. 

 

- ¿Cómo durmió el bebu ayer? - me pregunta casi a diario. 

- Se despertó dos veces en nueve horas - suelo responderle, más menos.

- ¡Bárbaro! Los primeros dos años el sueño es muy irregular ¿Qué esperabas? - insiste, en la que a esta altura puedo considerar su muletilla.

 

Una cosa son mis expectativas, otra la normalidad y otra el cansancio. Pasados unos meses como madre, el día seguía arrancando con la sensación de que la noche todavía no había terminado. La noche era un terreno incierto y temido que no funcionaba como recarga de energía; el fin de semana también había perdido su función en relación con la semana. 

 

Mi compañero y padre de mi hijo, muy a bordo de su crianza aunque limitado en la noche por falta de órganos mamarios, acumulaba tanto desgaste físico como interés en la temática del sueño, pero jamás hubiera ido a una reunión grupal al respecto. No sé si gracias al sueño liviano o a la necesidad de acompañarme de alguna manera, él se despertaba casi tanto como yo. A veces para traerme al bebé, a veces para saber si necesitaba algo, a veces para nada. Por una cuestión de maximizar la eficiencia energética de la pareja, yo prefería que siguiera durmiendo. Pero a él eso, noté, lo incomodaba. 

 

Las mañanas eran, eso sí, un momento luminoso. Así nos hubiéramos levantado cada hora, mi bebé se desperezaba en nuestra cama y sonreía holgadamente cuando le decíamos buen día. Ese momento más una ducha hacen milagros. 

 

El papá de la criatura me mandó con cierta ironía un estudio que hicieron en Australia -donde este tema tiene varios especialistas- según el cual hay una relación directa entre el mal sueño de bebés, niños y niñas y los problemas de salud física y también mental de los padres y madres, o al menos lo que ellos dicen de su propia salud. Fue él quien empezó a plantear el tema del sueño de nuestro bebé como algo solucionable.  

 

* * *

 

El conocimiento puro y duro acuerda en que el sueño tiene fases: 1 y 2 (sueño liviano), 3 y 4 (sueño profundo) y la fase REM -viene de “Rapid Eye Movements”, el momento en que soñamos. Un ciclo completo está compuesto por todas estas fases y cada ciclo dura aproximadamente una hora o una hora y media en los chicos y chicas, y unas dos horas en adultos. Cuando dormimos a la noche hacemos unos cuantos ciclos. Y entre ellos nos despertamos de un modo que para los adultos es imperceptible. Los chicos, que se lanzan a la vida con solo dos fases del sueño y van adquiriendo el resto durante el primer año, no siempre vuelven a dormirse fácilmente después de estos “microdespertares”. 

 

Diego Golombek, investigador experto en cronobiología, es decir, la ciencia que estudia el reloj biológico, explica: “Los recién nacidos tienen un sueño ultradiano, es decir, que sucede varias veces en un día. Durante los primeros meses, van consolidando poco a poco el componente circadiano, la regularidad de las 24 horas. Eso también está atado al metabolismo: los bebés necesitan comer cada tres horas, por lo que no van tener pausas de sueño mucho más largas que eso. Alrededor de los 7 meses o antes de cumplir el año, los bebés ya tienen los ciclos de 24 horas para el sueño y la vigilia”. Esto se debe a dos factores: el famoso reloj biológico, “esas 20 mil neuronas que le dicen al cuerpo qué hora es”, se va haciendo más fuerte para decirle al cerebro qué hora es; y la cultura: de día hay más estímulo, más luz, más comida. Cuando el bebé nace está a tal punto poco preparado para ser independiente que la relación de cuidado con la madre es de una intensidad enorme. “La madre -continúa Golombek- es un sincronizador muy poderoso para el feto y el recién nacido. El reloj biológico del bebé, ni bien se pone en hora con la luz, también se pone en sincro con la madre”.

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La biblioteca de autoayuda está dividida acerca de qué hacer cuando un bebé no adquiere el ritmo circadiano que los adultos estamos esperando o necesitamos. Según mi estudio de campo, la grieta del sueño de los bebés podría sintetizarse en estos bandos. De un lado, los y las que siguen métodos conductistas similares a uno muy famoso descripto en el libro Duérmete, niño, cuyos autores son el Doctor Estivill y Sylvia de Béjar pero que comúnmente se lo llama “Método Estivill”. Del otro, los y las amantes de Dormir sin lágrimas, de Rosa Jové, escrito como respuesta al primero.

 

Empecemos por la respuesta. En su libro, la psicóloga catalana Rosa Jové rompe el hielo diciendo que históricamente los chicos dormían con sus padres y el prólogo, escrito por Carlos González, uno de los pediatras referentes de la llamada “crianza con apego”, da la nota antiestablishment y anticapitalista que es una de las vetas discursivas de estos movimientos de crianza y su aplicación a las cuestiones de sueño: “Nuestro sistema económico exige que ambos padres se levanten ´a golpe de pito´ y lleguen al trabajo en punto y dispuestos a comerse el mundo”, dice el doctor. Más dispuestos a complacer al jefe que al hijo, pretendemos solucionar de un modo rápido y antinatural una situación normal como el hecho de que un bebé se despierte varias veces por noche. 

 

Escrito con convicción, sex appeal y detalles antropológicos, Jové compara el dormir con otros comportamientos: a nadie le sorprende que un bebé gatee primero y camine después; cualquier persona sabe que los bebés nacen sin dientes y después su boca se va poblando. Nadie pretende, por supuesto, que un bebé sepa manipular una tira de asado. Sin embargo, el sueño, que también es un proceso evolutivo, nos despierta otra ansiedad: queremos que los bebés duerman como los adultos. Pero eso, dice, ya llegará aunque no hagamos nada, y más tarde que temprano, siendo tarde entre los ¡3 y los 5 años! 

 

Su principal antagonista es el Duérmete, Niño, publicado en 1997, y antes que ese, el famoso Método Ferber, ideado por el pediatra homónimo que recorrió el mundo en los años 80. A la vez, él también se había inspirado en otros. A estos métodos conductistas ella los llama “de adiestramiento”. Muy similares entre sí, proponen tablas para guiar a los padres: cuando el bebé o niño se despierta y naturalmente llora, Estivill dice que hay que esperar 1 minuto en la primera despertada antes de ir a calmarlo, 3 en la segunda, 5 en la tercera y en las siguientes. Cada día se agregan minutos progresivamente, hasta llegar a esperas de un cuarto de hora si siguen despertándose. Cuando finalmente se entra, es importante para el método no alzar al bebé y tocarlo lo menos posible.

 

Jové es lapidaria con estos procedimientos, habla del estrés que esto puede generarles a los bebés -además de otras consecuencias como ansiedad, depresión o fobias-, y sumerge la problemática en las concepciones productivistas y estandarizadas de nuestras sociedades. En la apoteosis de su argumento relativista, cuenta el caso de los !kung san africanos, que pueden llegar a despertarse entre ellos en el medio de la noche para contarse una anécdota y después volver a dormirse. En cambio, para nosotros,  occidentales workaholic con nuestras absurdas jornadas de 9 a 6, el sueño nocturno está sobrevalorado. Como recomendación, destaca al colecho –dormir con el bebé- y la lactancia a demanda como dos estrategias que mejoran el sueño, relajan al bebé o hacen más llevadera la noche para toda la familia.

 

El Duérmete, niño es básicamente un método con puntos y comas dispuesto a corregir una conducta que es natural en el bebé, a quien trata como una especie de avezado jugador de ajedrez psicológico. Los testimonios de madres y/o padres de hijos mal dormidos generan una hermandad desesperada que hace obvia la necesidad urgente de intervenir. El bebé, según esta línea, tiene que aprender a dormirse solo: nada de mecerlo, de cantarle, mucho menos alimentarlo para lograr que concilie el sueño. Como es de esperar, advierten que los problemas para los chicos y las chicas -y los padres y las madres- vienen no por enseñarles a dormir, sino por dejar que persistan en su insomnio.

 

El Método Estivill es conocido pero no es el único. Hay quienes prefieren versiones que ubican a los adultos dentro del cuarto y otros que se basan en que el padre o la madre se sienten en una silla mientras el bebé intenta dormirse solo y cada noche alejen la silla de la cuna un poco más, hasta salir del cuarto. 

 

No solamente hay libros: hay charlas, escuelas virtuales como la de “Sensitive Sleep Consulting”, que por algunos cientos de dólares dan un certificado después de un curso virtual, un relativamente nuevo oficio de “consultora de sueño” y también especialistas con experiencia en pediatría o psicología que se volcaron a esta subespecialidad.

 

El campo es inabarcable y no puedo no ver la paradoja de malgastar mi vigilia e intoxicarme de órdenes con estos ebooks y websites adictivos y un poco berretas que bien podrían ofrecer enlarge your pinus, mientras mi bebé duerme quién sabe por cuánto tiempo más. Ahora no solamente tengo una enorme demanda física a la noche, también tengo que pensar mucho mis acciones.

 

Me gustan más algunos exponentes locales de esta especialidad. Sus métodos son más suaves y cariñosos, aunque insisten en que el bebé vaya aprendiendo a dormirse solo, cosa que me parece imposible de imaginar. En ¡Vamos a dormir!, el pediatra Martín Gruenberg le habla a una interlocutora femenina y da una serie de consejos bastante concretos para educar el sueño, dependiendo de la edad de los aprendices. Por ejemplo, entre los 3 y los 8 meses propone que la cuna sea un lugar agradable y conocido, en el que haya pasado un buen rato también haciendo otras cosas más allá de dormir o intentar hacerlo. Además, se detiene en la importancia del objeto transicional: es el que está siempre cuando se va a dormir y cuando se despierta. Sobre el asunto más controversial de la grieta, Gruenberg dice que si dejamos llorar a todos los niños y niñas con algún problema de sueño, “menos del 25 por ciento aprenderá a hacerlo, mientras que el resto dormirá peor, y hasta puede desarrollar una fobia a la hora de acostarse”. 

 

El pícaro sueño es otro de los libros que más me recomendaron. La pediatra y psiquiatra Marisa Gandsas también va describiendo los sí y los no de la educación nocturna y diurna en las distintas etapas. Entre muchas otras cosas, habla de la importancia del convencimiento de los padres para encarar este tipo de empresas. No solo no habría que ser ambivalentes sino que además hay que estar de acuerdo para avanzar. Gandsas empezó a investigar el tema cuando tuvo a su primera hija, hoy de 25 años, y la pasó bastante mal por las noches. “En ese momento yo daba charlas sobre crianza y lo que más convocaba y generaba preguntas era el tema del sueño”, cuenta. “Me empecé a dar cuenta de que no alcanzaba con atender las horas nocturnas. El sueño es todo el día”. Hay que tener un poco de paciencia y tolerancia: “Hoy en día hay otros intereses: las mujeres trabajan un montón de horas y está el tema de la inmediatez. Y hay cosas que no se resuelven ya, que hay que transitarlas: el crecimiento es un proceso. Y el sueño también”.

 

 

* * *

 

Escucho a lo lejos un quejido. Bebé nos despierta. Decido no ir. “Todavía no está llorando”, pienso. Pero el sollozo se convierte en un llanto muy rápidamente. Había logrado dormirme, realmente. Últimamente tengo la sensación de que cuando duermo, no duermo. Que podría mantener una conversación, escribir esta nota, escuchar a mi hijo. Ahora estaba tan dormida que doy pasos erráticos, pesados, hasta su cuarto. Me duele la cabeza como si tuviera resaca. Abro la puerta y lo encuentro parado, agarrado de los barrotes. Desde que lo mudamos de al lado mío a su cuna, mido el paso del tiempo por la vehemencia con la que me agarra en ese momento tan nuestro: primero me esperaba acostado boca abajo, lloriqueando con la cabeza levantada; después, sentado, moviendo sus manos livianamente; ahora con más convicción, como diciéndome que lo alce con carácter de urgencia. Llegó el día en que me esperó parado, abrochado a los barrotes de su celda, y cada día me abraza con más fuerza con sus brazos y piernas desesperadas. Hoy no pasaron ni cuatro horas; creo que casi no tengo los ojos abiertos: necesito volver a dormir rápido. Me desplomo en el piso con mi bebé a upa, en un movimiento que puede resultar arriesgado para el que lo mira de afuera, pero que para mí ya es automático. En menos de un minuto, mi hijo está enchufado a la teta, con los ojos cerrados. Me apoyo contra la pared para erguir la espalda, abro los ojos. Miro todos esos juguetes que de día son tan rimbombantes: con la luz tenue del velador, parecen pintados en tonos cremita. Todo lo que de día es chillón, incluidos nosotros dos, “la díada”, ahora tiene un filtro opaco. Miro en dirección a su cabecita y descubro que tiene los ojos abiertos. Me encuentra con la mirada. Saca su boca de la teta y esboza algo parecido a un “eh”, o eso recuerdo al día siguiente. Un sonido gutural y vivaz. Son las 3 de la mañana. Desvío la vista, cierro los ojos, lo vuelvo a enchufar a su fuente de alimentación. De reojo, veo que sus ojos están más abiertos todavía, y ahora recorren todos los juguetes apagados de su cuarto. Parece ir prendiéndolos uno por uno: buen día, jirafa; buen día, bloques; buen día, autito. Lo cambio de teta para romper ese vínculo extradiádico que amenaza mis próximas horas; sigo sin mirarlo, sigo con los ojos cerrados. Succiona con energía. Vuelvo a apuntar la mirada hacia su dirección. Ahora me mira y se ríe. Deben haber pasado quince minutos de las 3. Mi hijo se está desvelando y yo todavía no estoy del todo despierta. No intento más con la teta. Lo hamaco en mis brazos con un movimiento rítmico y lento, y enuncio un “shhhh” largo y muy bajito. Pero después de un rato largo me doy cuenta de que no tiene sentido. Se despertó. 

 

Cuando era recién nacido y durante los primeros meses, pasábamos varias noches así. Todavía dormía con nosotros y cuando se despertaba en el medio de la noche alguno de los dos -en general su papá- se lo llevaba a pasear por la casa para que el otro pudiera dormir. En varias oportunidades yo lloraba mientras lo mecía en mi brazos y pensaba en las líneas textuales del libro de Daniel Stern El nacimiento de una madre que, escrito por un varón, detalla los primeros momentos de una mujer como madre: ¿sería capaz no solamente de mantenerlo vivo, sino también de ayudarlo a crecer? 

 

Ahora no lloro. Estoy enojada, impaciente y aburrida. Pienso en todo lo que tengo que hacer al día siguiente, en unas 5 horas. Ya son las 3.30. Me propuse no “empezar su día” antes de las 6, así “entiende” que “tiene que dormir”. El cuarto, la casa, el barrio, la ciudad están hundidas en silencio seco. Pienso en los entrenamientos del sueño, pienso que no tenemos disciplina, que no sabemos enseñarle. Pienso en lo que viene de fábrica y me perturba concluir que su fábrica soy yo. Lo alzo y me lo apoyo en mis muslos, sentada sobre la pared. Me agarra la cara con sus dos manos, se la acerca, y me muerde la nariz, despacito. Se separa de mi cara, me mira y se ríe con ruido, como calentando el motor de su voz todavía con baterías bajas. Dice rrrrr, rrrrrr, que es otro de sus sonidos predilectos, pero ahora lo dice en voz íntima y ronca. Me lo hace de nuevo: me agarra la cara se la acerca me muerde la nariz y se ríe, ahora un poco más fuerte. No puedo evitar reirme. Él me sonríe con picardía. Es un bebé hermoso. 

 

Me acuerdo de Rosa Jové: ¿qué pasaría si estuviera durmiendo en la cama con nosotros? De día su libro me parece fascinante y revolucionario, de noche me irrita la idea de que me tengo que conformar con dormir mal tres años porque “es normal”. Además, hubo consenso en nuestra familia sobre lo incómodo que nos resultó el colecho, especialmente a mi hijo. Pienso en Dana Obleman, la que escribió el Sleep Sense Program y me tienta con bebés bellos y durmientes y madres que toman café, pero no lo necesitan: ¿será que si no hacemos que duerma bien ahora va a tener problemas para dormir bien durante toda su infancia? Pienso en Estivill, sobre todo en el título de su método, que convierte una canción de cuna en una orden y viceversa, un hallazgo para describir las luces y las sombras de la maternidad: Duérmete, niño. Por favor. Pienso en su versión sudamericana, con mujeres cansadas y además precarizadas: 

 

Duerme duerme, negrito

Que tu mama esta en el campo

Negrito

Trabajando

Trabajando duramente

Trabajando, sí

Trabajando y no le pagan

Trabajando, sí

Trabajando y va tosiendo

Trabajando, sí

Trabajando y va de luto

 

Intentar dormir a un bebé que no se quiere dormir puede ser enloquecedor y desesperante. 

 

Irrumpe mi marido a eso de las 4 de la mañana. A esa altura estoy sentada, con mi bebé acostado sobre mis piernas, sus ojos en algún punto fijo de la pared. 

 

- Andá a dormir. Yo me quedo.

 

* * *

 

La idea de seguir un método nos resulta tentadora y certera pero también algo imposible en este momento tan poco sistemático. A favor, conozco mucha gente a la que le sirvió para que sus hijos durmieran y, claro, está avalado por Hollywood: desde aquel capítulo de Mad About You en el que la pareja, durante todo el capítulo, está ubicada en la puerta del cuarto de su bebita mientras ella llora y ellos cronometran cuándo entrar y cuándo no, qué decirle cuando entran y cómo evitar tocarla, hasta uno más reciente y algo menos sofisticado en The Let Down, la serie australiana que retrata los fatídicos y tragicómicos meses del puerperio de una madre primeriza, la cultura anglosajona suele darle lugar al aprendizaje del sueño de corrido o “sleep training”. Entre otras cosas, estas rutinas incluyen cronometrar con cierta obsesión sus siestas diurnas, porque, en una de esas tantas cosas que desafían el sentido común, para dormir bien el bebé no puede llegar a la noche demasiado cansado. 

 

Golombek coincide en que el sueño se puede enseñar: “Está claro que es un aprendizaje, no solamente con respecto a la cantidad de horas sino a la regularidad. Nuestro cerebro es muy plástico y es fácilmente enseñable con una serie de sesiones. Aunque, claro, eso no significa que deba hacerse de un modo intolerable para los padres...¡o los hijos!”.  

 

Una noche nos convencemos. Le digo a mi hijo: “Mi amor, hoy te vamos a enseñar a dormir”. Quiero que suenen los redoblantes. Quiero levantarlo como el mono que levanta al Simba neonato a lo alto para decirle a toda la sabana: es hoy.

 

Lo primero que hay que lograr es que el bebé se duerma solo en su cuna, algo que me resulta directamente impracticable. “Hasta mañana”, le digo cuando lo apoyo, y me pregunto cuándo entenderá la ironía. Ya habíamos intentado esto un par de veces, y siempre lloraba apenas lo dejábamos, por lo cual lo volvíamos a levantar y terminábamos durmiéndolo a upa. Pero hoy mi hijo, llamativamente, no llora, quiero creer que inundado por mi seguridad repentina. Hace un montón de ruidos. Pero no llora: “rrrrrrr”, “ngehhhh”, “jjjjjjjjjjjjj”. Nos acercamos a su puerta. Tenemos un simposio express para determinar si algo que hizo podría calificarse de llanto. Concluimos que no. Se escucha un torbellino sobre esa cama. Patadas, manotazos, ¿eso fue una vuelta carnero? Dijimos que íbamos a entrar si y sólo si lloraba. Pero no llora. 

 

Después de 25 minutos haciendo no sé qué, se duerme. Estoy azorada. 

 

A las tres horas, su reloj biológico en formación toca su alarma. Si la suerte de principiantes aún nos acompaña, esto nos tiene que salir bien. Envalentonados, nos decimos “esperemos”. El ronroneo se convierte en gruñido. Esperamos un minuto. Nos acercamos a su puerta para seguir de cerca la operación. Pero el volumen sube, ya es un llanto moderado, y decidimos que voy a entrar a su cuarto y decirle “mi amor, acá estoy”, como dicen los libros y las series, pero siguiendo nuestra intuición. Sin alzarlo. Cuando me ve, todo empeora: mi hijo llora descontrolado y mueve sus manos como una especie de Barenboim endemoniado, rojo y caliente. Ambos padres coincidimos que ese bebé tiene que ser alzado, mecido, complacido. Le doy un beso en su carita mojada y tensa. Me separa el cuerpo con sus brazos y frota su cara llorosa contra mi pecho. Me deja en claro lo único que puede consolarlo y, eventualmente, volver a dormirlo en este momento de crisis y yo cumplo con su majestad, por supuesto. Vuelvo a la cama una vez que se durmió. No lo sabíamos y ahora estamos de acuerdo: no queremos dejar llorar a nuestro bebé. 

 

En mi cabeza, hay una ensalada de libros, comentarios y, últimamente, bajadas de línea de gurúes de la maternidad de Instagram que bendicen como algo no sólo normal sino también saludable e implícitamente deseable cosas como que un bebé de 18 meses se despierte cada dos horas a tomar la teta. ¿Estará mal no querer eso para nosotros? 

 

En una de nuestras conversaciones, le pregunté a mi mamá qué era ser una buena madre y ella me introdujo en el concepto de “madre lo suficientemente buena” que acuñó Donald Woods Winnicott: “Es una madre que está presente cuando el bebé ilusiona su presencia, pero que no está siempre. Lo ´suficientemente buena´ es que tenga una función de sostener al bebé”. Se me aparecen las mujeres de la reunión grupal y la imagen recurrente de una madre sobrepasada por la maternidad. Mi mamá me menciona también los trabajos de Emilce Dio Bleichmar sobre el conflicto entre femineidad y maternidad. Según esta psicoanalista, en la actualidad las mujeres se encuentran bajo un escrutinio permanente y eso va generando un “super yo maternal”: se nos demanda perfección no solo respecto de la crianza sino también del cuerpo, del trabajo, etcétera. Sé que el cansancio no es sólo de las mujeres, pero recuerdo muchas menos representaciones de varones agotados por ocuparse de sus hijos. Todavía no los vi en series ni son los destinatarios predilectos de los libros, con algunas pocas excepciones.  

 

Me pareció interesante la idea de una maternidad suficiente que contemple no solo la presencia sino también la ilusión de la presencia, en esta era rara en la que los discursos de empoderamiento se cruzan con otros de lactancia a libre demanda –es decir, oferta constante-, demonización de la mamadera y partos con dolor. El bebé también puede imaginarnos. ¿Querer dormir mejor y apresurar para eso los ritmos naturales del sueño de mi hijo será ser una madre lo suficientemente buena o una poco tolerante? ¿Es priorizarse una por sobre el bebé? 

 

- No es vos o él - me dice mi mamá en su versión Miyagi-, si vos estás bien, él está bien. 

 

* * *

 

Decidimos que nuestro bebé se va a dormir solo, pero que cuando se despierte vamos a acudir inmediatamente: si pasaron pocas horas irá su papá e intentará dormirlo sin alimentarlo. Eso tuvo buenos resultados durante algunas semanas. Cambiamos de opinión todo el tiempo. Lo que de día nos da risa de noche nos parece dramático. “A vos te salva tu vigilia”, le dice él cuando nuestro hijo, que ya está cerca del año, le toca el ombligo y le dice “pupo”, con su enorme y mágica sonrisa. “Hasta mañana, ahre”, le digo yo cuando lo dejo en la cuna, “enseñándole a dormir”. De noche no tenemos humor. Una despertada una hora y media después de la anterior nos enciende un hastío angustiante. 

 

En una de nuestras primeras madrugadas juntos, cuando mi bebé no tenía ni un mes y nos hamacábamos en una mecedora, me sorprendió ver sus ojos tan abiertos como nunca los había visto hasta ese día. El body estruendoso teñía sus cachetes de naranja. No sonreía, no lloraba. Solo me miraba fijo, como si estuviera estudiando mi cara. Pensé en ser uno con otro. Hace un mes lo éramos literalmente: él estaba adentro mío. Una vez que nació, otros brazos iban desprendiéndolo. Pero a la noche teníamos un momento de volver a estar solos, en la oscuridad y en el silencio lleno de incertezas. 

 

Observo cómo mira su pequeño territorio con los ojitos redondos y vivaces. Me imagino sus neuronitas plásticas convirtiéndose en plastilina y los juegos 1+, 2+, 3+ que nos esperan en el futuro. Por la ventana entran los primeros reflejos de la mañana, empieza un nuevo día sin que en realidad haya terminado el anterior. Todo es nuevo, todo es un continuo. La luz del sol rompe nuestra burbuja con sus bocinas, motores y sirenas. Mi hijo bosteza. Nos miramos cansados y enamorados. Empezamos un nuevo día y despedimos nuestro reducto de intimidad radical, el mismo que se va a esfumar el bendito y maldito día en que duerma toda la noche de corrido.