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Cuando su novio llegó a buscarla, Malena se despertó sobresaltada. Había sido una noche de fiesta en casa de un compañero del Nacional Buenos Aires. Se emborracharon. A la madrugada se desplomó en un sillón, se quedó dormida, no soñó. Al despertarse, su mano estaba dentro del calzoncillo de un amigo, recostado a su lado. Él se acariciaba el pene con la mano inerte de Malena. Ella la apartó en un gesto abrupto, se incorporó y salió corriendo. Era 2016 e iban juntos a tercer año en “el colegio” (como lo llaman sus estudiantes). Él pertenecía al selecto grupo de chicos lindos y graciosos y era candidato al Consejo Escolar Resolutivo (CER): tenía altas chances de ser uno de los cuatro estudiantes de la mesa que se reúne con autoridades y representantes de otros claustros del colegio.
¿Qué fue eso? Malena intentó recordar los detalles de otra experiencia angustiante, en otra casa, un año antes, con el mismo compañero. No consiguió hilvanar los datos. Comentó el episodio con sus amigas y decidió hablar con él. “Ustedes son muy violentas”, le respondió el adolescente. A los pocos días, el regente general de la escuela retiró a Malena de una clase y la guió hasta su oficina. Quería saber qué había pasado. Ella no sintió confianza, no sabía de dónde le había llegado la información, no le contó. El regente pertenecía a una corriente política diferente:
- ¿Qué querés hacer? ¿Querés que le pongamos 24 amonestaciones y se queda libre?
Ella dijo que no, no podía ser la solución del colegio, no era pedagógico. Él admitió que necesitaba que el pibe no se presentara en las elecciones. Le pidió a Malena que les dijera a sus compañeros de militancia que lo bajasen de la candidatura o invalidarían la lista completa. Ella, desconcertada, transmitió el mensaje mediante un amigo. Se indignó por cómo la manipuló el regente, pero era 2016 y no se animó a enfrentarlo. La conversación nunca figuró en un documento institucional, la contaron las graduadas del turno vespertino en diciembre de 2018, durante la entrega de medallas.
Un año después, el 31 de julio de 2017, salió a la luz un video en el cual cuatro famosos YouTubers abusan de una chica ebria en el cuarto de un hotel. La joven yace en una cama, boca abajo, semiinconsciente. Los chicos la manosean, ella apenas reacciona. Las redes estallan: si eso es abuso, si ella era menor, si estaba ahí porque quería, si era fan de los influencers, por qué aparecía el video dos años después. Los medios locales prestaron atención. Mabel Bianco, presidenta de FEIM, dice: “Cuando la víctima lo rechaza abiertamente o cuando no puede contestar por estar alcoholizada o drogada, si el otro aprovecha la falta de control, se considera abuso”.
¿Cuántas chicas se reconocieron en esa escena? Para empezar: Malena. Al verla comprendió aquella noche helada de 2015: no guardaba recuerdos nítidos pero sí el registro del día después, el cuerpo dolorido, arañando, con marcas rojas y violetas de sus mordidas y un aguijón de angustia partiéndole el esternón. Había sido su primera experiencia sexual con un pibe, el del grupo de los populares. Entonces tenían 14 años. Ella estaba semiinconsciente. Él se ponía un forro, ella le pedía que parara que dolía, él respondía que es normal y seguía. Ella se desplomaba, como la chica del video, pero él seguía. Despertó sola en un cuarto. En agosto de 2017, después de viralizarse el video de los YouTubers, se publicó la primera denuncia de una estudiante del Nacional Buenos Aires. El texto lo escribió la propia Malena. El tuit lo publicó una amiga. No era la primera denuncia por parte de estudiantes secundarias, pero sí la primera de un colegio preuniversitario de la UBA que circuló por las redes sociales.
La llamó la vicerrectora:
- ¿Qué ganás haciendo ésto? ¿No te das cuenta de que le arruinás la vida?
La vicerrectora le sugirió que borrara el tuit para evitar una denuncia legal por parte de la familia del chico. Ella lo hizo pero el Tsunami ya se había desatado. Decenas de pibas le contaron por mensaje directo situaciones similares. Las adolescentes escaneaban sus recuerdos, buceaban en sus primeras experiencias sexuales y encontraban escenas que les habían dejado un gusto amargo. ¿Por qué se habían sentido incómodas tantas veces? ¿Acaso el deseo de los pibes estaba por encima del suyo? ¿Eran esas las reglas implícitas en la erótica heterosexual? ¿Por qué sus compañeros de militancia rechazaban sus demandas y excluían estos temas de la agenda del centro de estudiantes que –decían- debía tratar “asuntos importantes”? ¿Por qué esto no era importante para ellos? La ola desatada iba mucho más allá del caso particular.
***
Las chicas dijeron No es no, comenzaron un profundo proceso de revisión de los vínculos entre géneros, y cuestionaron el andamiaje de poder que construyen las instituciones escolares. Las denuncias públicas –que llamaron escraches- preocuparon a sus pares varones, a docentes y autoridades, a sus familias y, de manera general, al mundo adulto.
En este caso, hablamos de escraches entre adolescnetes que comparten el aula, los grupos de amigos, la política y las fiestas, que crecen y aprenden juntxs. Desde la sanción de la Ley 26.150 de educación sexual integral (ESI) las escuelas tienen la obligación de introducir contenidos específicos y también abordar de manera integral aquellos episodios relativos a la sexualidad que irrumpen en las aulas. ¿Qué hace la escuela frente al reclamo de las pibas?, se preguntaron Mara Brawer y Marina Lerner. Y respondieron: “es función de la escuela hacer que los jóvenes asuman progresivamente la responsabilidad por sus actos”.
La incomodidad que muchos adultos experimentamos frente al punitivismo de los escraches operó como un vidrio oscuro e impidió ver (y comprender) qué había detrás de estas manifestaciones: cómo se gestaron, cuáles fueron sus lógicas, qué respuestas ofrecieron las autoridades, qué piensan y hacen los y las docentes, en qué medida las pibas resignificaron sus acciones a lo largo del tiempo, qué ocurrió con los varones, y una pregunta cada vez más recurrente: ¿es cierto que este movimiento clausuró la erótica heterosexual entre jóvenes?
Para comprender algo de este proceso entrevisté a más de veinte estudiantes y docentes del Colegio Nacional de Buenos Aires y la Escuela Superior de Comercio Carlos Pellegrini –cuyos nombres han sido modificados para esta nota-. Leí sus textos, declaraciones y testimonios, vi sus flyers y carteles, escuché, escuché y escuché. Me conmoví, me entristecí, me enojé y también, de a ratos, me reí. Son escuelas muy particulares, dependen de la Universidad de Buenos Aires y no del sistema educativo de la ciudad. A pesar de ser gratuitas, tienen un proceso de selección riguroso que exige cursos de preparación intensivos en institutos privados. Tienen más de 2000 estudiantes y de 400 docentes cada una, casi como un pueblo chico. Son además espacios con altos niveles de participación política. La marea feminista en estas instituciones implicó una revolución “desde abajo”, diría Eric Hobsbawm, y cuestionó, de manera rotunda, pedagogías de género fuertemente arraigadas.
¿Y dónde está la ESI?
Las denuncias públicas estallaron en los colegios de la ciudad de Buenos Aires: el Belgrano; el Moreno; el Cortázar, el Mariano Acosta; el Lenguas Vivas. Los centros de estudiantes armaron comisiones de género y reclamaron por la ESI. En septiembre de 2017 hubo una extensa toma de colegios para luchar contra el proyecto “Secundaria del futuro” del gobierno porteño. A esta consigna se sumó la demanda de elaborar protocolos para atender situaciones de violencia de género y discriminación basada en la orientación sexual e identidad de género. Era la primera vez que la ESI aparecía en la escena política de manera masiva y con una exigencia legítima: la ley había sido sancionada en 2006 y pocas escuelas la aplicaban. Los preuniversitarios de la UBA, que suelen considerarse de “excelencia” (a veces, incluso de “vanguardia”), poco y nada.
Lxs estudiantes del Nacional y del Pellegrini se plegaron a la movida. En medio del conflicto, el rector del Buenos Aires contó a la prensa que durante la toma había ocurrido un abuso sexual y dio el nombre y apellido de la alumna abusada, rompiendo los protocolos vigentes en la UBA (preservar la identidad de la víctima, salvo que ella decida hacerlo público). También dijo que el adolescente sería expulsado pero era un estudiante que había quedado libre y ya no concurría a clase. Compartir con los medios los detalles de una situación abusiva fue interpretado por lxs estudiantes como una maniobra política para deslegitimar la toma.
Un año después, en 2018, cuando las denuncias se contaban por decenas, las autoridades las señalaban como una “auténtica caza de brujas”. Toda la responsabilidad se corrió hacia las pibas: el eslabón más frágil de la cadena. Ellas fueron construyendo agencia con los recursos que encontraron, casi completamente solas, pero con una pregunta: ¿el único modo de actuar por parte de las autoridades era amonestar y expulsar (como en el caso de Malena) o hacer pública una información sin el acuerdo de la víctima y después sancionar y expulsar (como en la toma de 2017)? ¿Quiénes encarnaban la lógica del punitivismo?
No es no. Las pibas toman la palabra.
En 2018 las estudiantes se organizaron. En el Nacional crearon el grupo “Mujeres empoderadas” y en el Pellegrini, el de “Pibas superpoderosas”. El grupo del Buenos Aires se reunió durante el verano. El 8 de marzo marcharon separadas del Centro de Estudiantes (CENBA). Cosieron una bandera, montaron una intervención artística con más de 40 personas, convocaron a todas las pibas del Nacional. La columna fue mayor a la del CENBA, de casi dos cuadras. “Fue un llamado de atención: ‘estamos calientes y somos muchas, ojo porque se les pudre’”, dice Inés, estudiante de quinto año. Poco después crearon la cuenta de Instagram NoEsNoCNBA para recibir testimonios y denuncias.
En el Pelle el proceso fue distinto. En 2016, en plena campaña por la conducción del Centro de Estudiantes (CeCAP), una adolescente denunció una situación de abuso que fue encubierta por el candidato a presidente. Hasta entonces eran pocas las listas que tenían una impronta feminista. La mayoría dudó de su testimonio y ella dejó la agrupación. En 2016 y 2017 tuvieron una presidenta feminista, Ofelia Fernández. En 2018, ni bien inició el ciclo lectivo, un grupo creó la cuenta NoesNo.Pelle en Instagram.
Una, dos, tres, ochenta… Las denuncias fueron una verdadera hecatombe en las escuelas. Al principio, los escrachados eran marginados, a veces estigmatizados. Hubo angustia, desconcierto y enojos. Cambiaron las dinámicas de las amistades, los grupos, el ambiente dentro y fuera de las aulas. Mientras tanto las chicas recibieron críticas de las autoridades, los padres y las madres, los medios: “No hubo nadie que no nos haya bardeado”, dice Julieta, quinto año del Nacional. Milena, tercer año, reconoce: “No sabíamos cómo tratarlo, nos sobrepasaba. La solución que encontramos, la de excluir, no fue la mejor”. Esta idea atraviesa los discursos de la totalidad de estudiantes y docentes entrevistados. Durante el proceso hubo un giro en el modo de tratar el problema, y, de manera colectiva, se acordó frenar la marginación de los pibes acusados. Lo que buscaban era modificar los términos de los encuentros, desarmar conductas arraigadas en las dinámicas de género.
Los testimonios incluían acusaciones muy serias –como una violación- pero también escenas naturalizadas para las generaciones mayores –por ejemplo, que un chico insista para recibir un beso, un “pete” o un polvo. Si bien las chicas identifican distintos niveles de gravedad en las acusaciones, no aplican un escrachómetro, que sería “esto se publica, esto no”. ¿Por qué no? Porque buscaban echar luz sobre las múltiples formas de la violencia y jerarquías machistas que estaban aprendiendo. Y porque asumieron como postura política sostener a cada compañera que sintiera la necesidad de publicar un testimonio. Las chicas aprendieron a transitar una práctica política horizontal y empática y, en sus grupos, debatieron las formas de gestionar las denuncias. Muchos varones se sumaron y apoyaron el proceso iniciado por las pibas.
Hablemos del poder
No es casual que los grupos Mujeres empoderadas y Pibas superpoderosas incorporen en su nombre la noción de poder. Ellas saben que se trata de alterar la desigual circulación del poder entre los géneros, ése que cala en las subjetividades de varones y de mujeres mientras que atraviesa las relaciones sociales y que, en estos ámbitos, se expresa de manera nítida en el terreno de la sexualidad y de la política estudiantil.
Cuando ellas dicen no es no rechazan las prácticas pero también las pedagogías que sostienen quién tiene derecho a desear y quién debe permanecer en un lugar pasivo, una lógica sexual según la cual la virilidad se demuestra exhibiendo cantidad de levantes y la iniciativa femenina corre el riesgo de acarrear sanciones morales: ellos son “ganadores”, ellas “putas” (Faur, Latfem).
Lo que está en discusión es la división sexual del deseo, las relaciones de poder entre varones y mujeres, especialmente en los vínculos heterosexuales -casi no hubo denuncias por parte de disidencias y personas no binarias-. “Llegó un momento que nos dimos cuenta de que nos estaban usando como si fuéramos un pedazo de carne. No era un chiste, no era cómodo para ninguna de nosotras, muchas compañeras la pasaron mal”, dice Julieta, quinto año del Nacional.
Las pibas no sólo denunciaron situaciones abusivas de sus pares. Además, desmenuzaron el currículo oculto: “en el programa de los cinco años de literatura no hay ningún texto escrito por una mujer”, leen las estudiantes del turno vespertino del CNBA en la entrega de medallas. “En cinco años de secundario estudiamos la Segunda Guerra Mundial entre cuatro y seis veces pero nunca nos mencionaron el movimiento sufragista”, escribió Sofía Iris Dama en un ensayo para su última materia en el Nacional. Ellas saben que la omisión de mujeres también es pedagógica: educa acerca de cuáles son las voces y los temas “importantes”.
Desnaturalizan y rechazan las miradas y los comentarios lascivos de sus profesores. Cuestionan la modalidad ejercitada en los espacios políticos escolares. Observan el modo de actuar de docentes y autoridades, señalan los vacíos indefendibles. “En la gestión que estaba el año pasado en el Pelle había un rector varón, tres vicerrectores varones, una ESI que estaba totalmente desfinanciada, donde pusieron gente a dedo que no estaba capacitada en género”, dice Emilia, estudiante de cuarto año.
La organización feminista
En menos de un año Mujeres empoderadas y Pibas superpoderosas edificaron un organigrama repleto de “ravioles” pero sin cúpula ni jerarquías, que expresa un manejo horizontal. Comparten entre sus principios la sororidad, el respeto por la palabra de las pibas y la certeza de que el machismo es una injusticia insostenible. La organización incluye:
- Las cuentas privadas de Instagram “No es no”. Allí las chicas envían información y testimonios que pueden ser anónimos o no y que pueden publicarse o no. Las cuentas son atendidas, gestionadas y respondidas por estudiantes voluntarias.
- Los grupos de varones antipatriarcales apoyan a los pibes en lo que llaman la “deconstrucción”, y procuran evitar su marginación. La estrategia responde al cambio de perspectiva de 2018. “Si hay una persona que replica ciertas violencias machistas que replicamos todes, no tendría sentido marginarlo”, dice María, estudiante de segundo año del Pellegrini. Estos grupos se sostienen con un promedio de 30 a 40 estudiantes. En la última reunión del año, los pibes del Pellegrini decidieron rebautizar al grupo y llamarlo “espacio de masculinidades”.
- Listas de personas que “incomodan” en las fiestas, a quienes se le solicita que no asistan. Las chicas del Pelle dicen que si bien al principio resultó un mecanismo de marginación, las dinámicas fueron cambiando. La idea es atender la incomodidad de las pibas: una denuncia no impide el acceso a una fiesta a menos que a alguna chica le perturba esa presencia. Es un hilo muy delgado, sí.
- Indicaciones para establecer cualquier tipo de contacto sexual: carteles que preparan para las fiestas con tinta fluo (“mi cuerpo, mi decisión”, “no insistas”, etc.) y cuelgan en paredes y columnas, flyers que circulan vía redes sociales, etc. Las reglas son: consenso y libertad. No se sanciona ninguna práctica sexual, sino la falta de consentimiento. Así, se establecen nuevas normas en el terreno de la sexualidad donde la insistencia es acoso y el estado de “semiinconsciencia” no puede ser utilizado para el placer ajeno.
- “Femipatrullas” para garantizar los cuidados durante las fiestas. Alumnas voluntarias se comprometen a no beber, circulan con un brazalete o una insignia luminosa, y buscan detectar posibles situaciones abusivas -forcejeos, insistencias, incomodidad de las chicas-. La estrategia funcionó bien y ya no aparecen olas de denuncias después de cada fiesta. Están revisando el nombre para abandonar la jerga militar y llamarse “femiayuda”.
- Las pibas continúan apostando a la política estudiantil con perspectiva feminista. Los presidentes del CENBA y del CeCAP fueron denunciados en 2018 y renunciaron. Asumieron dos mujeres, sus compañeras de fórmula que actuaban como vices. La mesa directiva del CENBA quedó íntegramente formada por mujeres. Cuando inicie el ciclo lectivo 2019 asumirán dos nuevas presidentas. “El lugar de los varones en la política cambió y si bien ya habían presidido el CeCAP Ofelia (Fernández) y Anita (Minujin) era necesario que hubiera cada vez más pibas”, señala Emilia, alumna de cuarto año del Pellegrini. Rodrigo, quinto año del CNBA, confirma esta idea: “La dirigencia del centro de estudiantes estaba en manos de varones. Cuando había una reunión de la mesa directiva con el rector, iban más varones y hablaban más. Terminaban siendo menos las pibas que tenían acceso a reunirse con las autoridades y a ser escuchadas.”
- Finalmente, las chicas buscaron crear o fortalecer instancias institucionales dentro de la escuela. En el CER del Pellegrini (donde discuten graduadxs, docentes y estudiantes) se aprobaron consejerías de género y se presentaron observaciones al Protocolo de atención de violencia de género que elaboró la escuela y que deberá implementarse a partir de 2019. Con este protocolo, se contará con un equipo externo liderado por una “referente de género” concursada y seleccionada no por el CER –como fue la propuesta estudiantil- sino por la futura rectora.
Cuesta imaginar que frente a un movimiento tan contundente dentro de las escuelas el mundo adulto se mantuvo tan al margen como le fue posible. “Este es un quilombo del que no necesitamos ocuparnos”, le dijo un profesor “importante” a otra docente del Pellegrini, “mientras el conflicto no corriera por canales institucionales, y que no se presentara frente a las autoridades, parecía que no tenían por qué intervenir”. Hay quienes observan que después del discurso de Mujeres y Disidencias las autoridades de ambos colegios notaron que lo que estaba sucediendo no se acotaba a la relación entre pares, también cuestionaba las prácticas sexistas de profesores, preceptores, etcétera. En el Nacional, apartaron de sus cargos a varias de las personas denunciadas. Pero no a todas.
Masculinidades interpeladas
“Nos formamos, nos gritamos, nos odiamos, lloramos, nacimos, matamos y morimos varias veces”, escribió un alumno del Nacional en un ensayo. La experiencia del estudiantado, pero quizás especialmente la de los varones, disolvió todo lo sólido en el aire. Para un varón en plena formación preuniversitaria sólido parecía el camino trazado hacia la consolidación de una masculinidad hegemónica.
El No es no de las pibas derivó en un ciclo en el cual las reglas fueron imaginadas, establecidas, implementadas y fiscalizadas por ellas. Los varones buscaron comprender, reflexionar y desandar sus rasgos machistas, hasta ayer imperceptibles. Algunos se vincularon de manera activa y apoyaron a las pibas, otros rechazaron este sistema y, enfurecidos, declararon que las “feministas le arruinaron la vida”, o deprimidos, se aislaron de sus círculos y hasta cambiaron de colegio.
Al principio, el problema era virulento en su manifestación, pero acotado en su foco: los pibes acusados. “Había discusiones sobre qué hacían sus amigos, si seguían siéndolo, si tenían que hablar con ellos para que cambiaran”, cuenta Rodrigo, estudiante del Nacional. En un segundo momento, mientras crecía el caudal de denuncias y escraches, la estrategia de los colectivos feministas cambió. Las chicas pidieron a los varones que leyeran los testimonios para observar con qué frase, con qué situación podían identificar algún comportamiento propio. “Hubo miedo. Todos teníamos amigos denunciados y además está lo de ver un escrache y sentirse identificado y pensar en lo que le podía tocar a uno. No todos fueron escrachados, no todas las cosas están denunciadas”, agrega Rodrigo. Muchos varones se sintieron identificados y la probabilidad de ser el siguiente acusado era un fantasma cada vez más presente.
“Las denuncias de las pibas son espejos para los pibes”, dice Francisco, uno de los ochenta estudiantes denunciados del Nacional, que terminó quinto en 2018. “El escrache tuvo un momento fuerte de choque, de decir “uy, estoy solo, todo el mundo sabe ésto o lo otro”, pero también creo que si no me pasaba eso, si ella no denunciaba, yo no iba a poder ponerle otro lente a la violencia machista que había ejercido. Ella me dio una mirada sobre mí en su momento, con las cosas malas, sobre la concepción que tiene uno de la sexualidad y de cómo uno se para desde una posición de poder en el momento de relacionarse sexualmente con alguien”. El desafío fue aceptar ese espejo y aprender a mirarse con otros ojos, con ojos feministas.
Eso que llaman deconstrucción
El cambio de enfoque que atravesaron las chicas durante 2018 atenuó la condena social y la marginación de pibes particulares para trabajar sobre las transformaciones subjetivas propias y de los varones. Buscaron revisar “las actitudes y pensamientos machistas que están tan naturalizados”, dice Nahuel, segundo año del Pelle. Esto es: desandar las masculinidades forjadas a partir de un sustrato jerárquico frente a otras identidades, comprender empáticamente el dolor ajeno, pedir perdón y renunciar a determinada posición de poder. A este ejercicio lo llaman deconstrucción, y con ello vuelven cotidiano un concepto acuñado por Jacques Derrida y popularizado en la teoría feminista a partir de las lecturas de Judith Butler. La deconstrucción se instala a modo de imperativo ético, cambio de posición y condición de posibilidad para recuperar vínculos erosionados.
Esta noción, que conlleva la posibilidad de aprendizaje, es la llave para replantear las categorías con las cuales las chicas se manejaron (un chico es abusador) y pasar a comprender que alguien puede tener conductas abusivas y que puede transformarlas, según la distinción de Susana Topolesi. Los varones también lo experimentaron como un cambio en su relación con las chicas y consigo mismos.
“Nosotros estamos muy armaditos y la deconstrucción es entender eso que fue construido adentro tuyo (por otros) pero que vos mismo deconstruís. Deconstruirlo no es solamente romperlo sino que es sacar parte por parte y entender: esto viene de acá, esto viene de acá, esto viene de acá y esto viene de acá”, describe Francisco.
En los casos en los que se acusa a un militante, el tratamiento tiene particularidades, cuenta Nahuel. Algunas organizaciones políticas aprobaron protocolos para no encubrir ni excluir a los denunciados. El desafío es acompañar la deconstrucción “para cambiar esa sociedad patriarcal y machista, y se empieza cambiando desde la misma persona”, explica Nacho, compañero de militancia de Nahuel en el Pelle.
Los varones son conscientes que todo esto representa un profundo cambio generacional, que consideran positivo: “Si los adultos se pusieran a revisar encontrarían más cosas que nosotros. Nosotros nos enteramos de cosas que hicimos entre los 13 y los 17. Son cuatro años de maduración sexual para revisar. Son cosas que nosotros no sabíamos hace seis meses, menos las van a saber ellos, que tienen muchos más años para revisar.”
La soledad frente a un espejo roto
Los varones que asumieron el desafío de mirarse en el espejo de las denuncias publicadas por sus compañeras hicieron un esfuerzo importante para reconocer sus privilegios e intentar desarticularlos. No lo hicieron solos, contaron con el sostén de sus amigos, de amigas feministas, a veces de terapeutas y de novias, de sus familias y, eventualmente, de algún referente de la escuela. No lo hicieron solos, pero sí de manera individual.
“Al ser piba no es fácil pero te encontrás con un movimiento de manos abiertas, que está para escucharte, contenerte, charlar, reír, llorar. Si sos pibe está menos resuelto cuál es la salida. Tenés muchas pibas que te dicen qué es lo que tenés que hacer, qué es lo que no y que a veces se contradicen entre sí. Se vuelve un proceso muy individual, el triple de difícil. Por eso hay gente que apuesta a que exista varones antipatriarcales”, explica Emilia, estudiante del Pellegrini.
Semejante proceso de reflexión, profundo y vertiginoso, fue prácticamente abandonado a su suerte en las escuelas exploradas. Es decir: a la capacidad y los recursos –subjetivos y de su contexto particular- de cada chico acusado. Las chicas intentaban ayudar a deconstruir las actitudes machistas de sus compañeros, pero esa tarea, por buena voluntad que acarree, no puede sostenerse exclusivamente en ideas y solidaridad. Requiere de un conjuinto de capacidades y ellas mismas reconocen que “no estaban preparadas”. Francisco se acercó a dos personas dentro de la escuela, un psicólogo y una profesora. No buscaba complicidad ni que le dijeran que las chicas están locas, se había propuesto mirar dentro de sí: “No fui al departamento de orientación al estudiante (DOE) porque sabía que en muchos casos los habían tratado muy mal. Busqué a la gente que entendía el tema”.
La sexualidad después del escrache
¿Se fundó un movimiento puritano a partir de la ola feminista de las jóvenes? ¿Ya no asisten a fiestas juntos, no se besan, no se excitan, no están más los pibes con las pibas? Nada de eso. Algunos se preguntan cómo hacer, otros aseguran que lo que hay son nuevas formas de encuentro en las cuales el concepto nodal es el consentimiento. Y eso no excluye el juego, la creatividad ni el placer… de ambas partes.
“Para el levante hay lista de instrucciones, por lo menos para los encuentros más casuales, los que se producen en fiestas. Ahí el discurso es bastante férreo: hay que preguntar desde te puedo dar un beso y cualquier evolución que pueda haber y esperar un sí explícito. Se condena, por ejemplo, darle un beso a una chica que te dijo que no sabía. Fuera de eso es bastante parecido: cuando no son encuentros casuales entra más la particularidad de cada pareja”, cuenta Rodrigo, del Nacional.
¿Esta reglamentación no enfría los encuentros? ¿No se pierde la espontaneidad? Los chicos y chicas aseguran que no, que más bien genera confianza. Aprendieron a disfrutar de nuevas pautas y las preguntas también forman parte del juego erótico. “Uno da por sentado que en esto de estar con alguien hay mucho de lenguaje corporal, y se piensa que el consenso te la baja, pero es necesario que haya un consentimiento explícito porque hay un montón de cosas culturales que nos hacen malinterpretar esas situaciones y es un momento de replantearnos todo eso, y también, cómo amamos”, dice Emilia.
Mucho del chamuyo empieza en las redes, coinciden varios. En vísperas de una fiesta, un chico o una chica tuitea: “Fav y te digo con quién te veo”. Y como comentario, arriesga posibles encuentros: “te veo Lucía G. con Pablito Á.”, arrobando a ambos. Si Lucía y Pablito tienen ganas de estar, favean el comentario y así se agendan posibles besos… sino, lo dejan pasar. Quien publica puede usar su tuit para proponer, entonces comenta: “yo con fulano o fulana”, y espera respuesta. También se crean encuestas. En Instagram, por ejemplo, publican una foto de alguien, arman una encuesta y escriben “pintan esos besos”. Si la persona le quiere dar un beso, contesta, si no, no.
El feminismo centennial se superpone a la lógica de las redes sociales: Twitter e Instagram no sólo son medios para dar testimonios de situaciones incómodas, también para jugar, chamuyar, levantar, avivar el fuego y armar otras formas “previas” a las fiestas. Cuando se encuentren las preguntas se repiten: “che, ¿te puedo dar un beso?”. Ya no da que alguien te “tire la boca” sin que medie un sí explícito y, como instalaron las pibas, “el consentimiento es reversible”.
Las chicas también invitan a salir a los pibes, preguntan si pueden besar -o lo que derive a partir de allí-. Así, erosionan (por lo menos, en esta comunidad) muchas de las normas implícitas de la sexualidad entre personas de distinto sexo/género, y surgen formas más democráticas que articulan libertad y consenso.
¿Podría haber sido diferente?
Cuando todo comenzó, las chicas llevaban las de perder. Los adultos y adultas las cuestionaban: “¿no te das cuenta de que le cagas la vida?”. Utilizaban metáforas extremas para calificar sus métodos -comparaban su accionar con los grupos de tareas de la dictadura, hablaban de “caza de brujas”- o simplemente miraban para otro lado. Sus compañeros ponían en duda sus testimonios: “Lo admito con mucha vergüenza: a la primera piba que denunció no le creímos. Hubo un período larguísimo de poner en duda su denuncia, fue algo bastante parecido a encubrir”, recuerda Rodrigo, exmilitante del CENBA.
Hacer públicas las denuncias y sostener “yo te creo, hermana” fue necesario en un ámbito que invalidaba sus voces y que planteaba soluciones cosméticas o el apriete a las mismas pibas. Así funcionan las jerarquías de género: sus hilos invisibles naturalizan la desigualdad, y la palabra de las mujeres (y otros colectivos discriminados) se desoye o cuestiona.
Ahora bien, si pensamos que un espacio democrático para la resolución de conflictos supone reglas acordadas entre el conjunto de las personas involucradas ¿por qué las chicas definieron las reglas con poca participación de los pibes? ¿Puede un espacio horizontal y democrático correr el riesgo de volverse autoritario? Estos interrogantes me atravesaron durante buena parte de las conversaciones que mantuve. No hay respuestas cerradas. “Fue la experiencia de cambio que ellos encontraron, por lo cual es válido, lo que no quiere decir que sea la solución”, dice una profesora del Pelle. Quizás sea aquí donde el acompañamiento del mundo adulto hubiera sido (sería) clave, para construir respuestas colectivas, “sin acallar ni desoir las voces de las jóvenes” (en palabras de Brawer y Lerner), aliviar los niveles de sufrimiento que cundieron en estas escuelas y facilitar aprendizajes a partir de una experiencia completamente novedosa.
Quizás el mundo adulto y la conducción de las escuelas difícilmente podían ofrecer un espacio para acompañar las demandas de las chicas por estar sumergidos en la superposición de “una lógica adultocéntrica, otra lógica patriarcal sexista y una lógica facciosa, de intrigas palaciegas, de luchas de poder por los cargos, el prestigio propias de estas escuelas”, dice una profesora del Nacional.
Durante mucho tiempo, la intervención institucional se limitó a cambiar a lxs chicxs de turnos o de divisiones para que no compartieran aulas e indicar la atención del DOE. Al no haber una política clara, hubo variaciones según los casos, las familias, los y las tutores/as a cargo de los grupos, etc. “La política fue no ocuparse demasiado, no abrir el debate, no acordar con el equipo de orientación, y eso generó bastante malestar”, cuenta una tutora del Pellegrini. La inoperancia fue tan profunda que ni siquiera se crearon “espacios para contener a los pibes ni para trabajar con el curso entero sobre vínculos y emociones”, dice una profesora del mismo colegio. El ensimismamiento produce islas que clausuran toda posibilidad de comunicación.
¿Podría haber sido distinta la actuación de las autoridades? La respuesta es un sí rotundo. En ambos colegios hay docentes especializadas en ESI que nunca fueron convocadas por las autoridades. Ninguna de las escuelas alentó la creación de espacios de resolución de conflictos que incluyeran a varones, mujeres y disidencias, ni contó con la participación activa del estudiantado para diseñar e implementar acciones. Las respuestas fueron escasas y tardías. La contención, nula.
Los y las docentes que entrevisté coinciden en que el problema central en la actuación de la conducción se arraiga en la concepción que se tiene sobre el alumnado. “Cuando la escuela piensa las intervenciones, siempre las piensa de arriba hacia abajo: les vamos a decir lo que tienen que hacer desde un juicio: “ustedes se equivocaron” y “nosotros adultos sabemos qué hacer”. Las dos afirmaciones son falsas: ni los adultos sabemos qué hacer ni ellos necesariamente se equivocaron”, analiza una docente del Pellegrini.
Esta perspectiva anula cualquier espacio de reflexividad por parte del mundo adulto. Un docente del Nacional sostiene que la mirada de sí mismos como la “excelencia académica” obnubila cualquier posibilidad de revisión de las propias prácticas y acompañamiento a las trayectorias estudiantiles. Ni siquiera habilita la actualización pedagógica agrega un colega suyo. “La escuela se considera al margen de conocer y aplicar leyes fundamentales, como las de educación nacional, la de ESI, la de protección integral de los derechos de niñas, niños y adolescentes. El DOE se planta en una mirada soberbia, del tipo “no hay nada para decirles a los docentes”.
Un reducido grupo de docentes autoconvocados del Buenos Aires redactó una declaración en la cual iluminaban como problema central la violencia institucional que operó durante todo el proceso, la falta de escucha y de respeto por lxs estudiantes, la necesidad de construir canales de comunicación efectivos. En el Pellegrini, unas 15 docentes convocaron a las jóvenes y armaron un grupo de género interclaustros en el cual debaten, acompañan y comparten literatura feminista. Son docentes que buscaron posicionarse frente al conflicto, acompañar la reflexión, intervenir con sus propias herramientas; mientras muchos y muchas criticaron el accionar de las pibas y bajaron línea colocando sus propias experiencias como ejemplo.
“Las chicas se están replanteando cómo establecer las relaciones entre géneros y nosotros ¿desde dónde podemos hablarles? Como si tuviésemos experiencias liberadoras para enseñar, ¡por favor, todo lo contrario! Los adultos tenemos que llamarnos a recato, escuchar con un criterio muy amplio y acompañar con un riesgo grande de equivocarnos junto a ellos”, admite una profesora del Pelle.
Muy avanzado el año, en el Nacional crearon una oficina de género para recibir denuncias y contrataron a un equipo especializado en psicología y género para realizar talleres externos con toda la comunidad. En el Pellegrini, realizaron jornadas de ESI y aprobaron un Protocolo para la gestión de las denuncias (la implementación está pendiente). Estas acciones fueron importantes pero es difícil imaginar que semejante revolución se resuelva mediante la atención de casos particulares (¡como si fueran pocos!) y de talleres sin sostén en el tiempo. Las escuelas cuentan con un protocolo aprobado por la UBA para las escuelas preuniversitarias. Cuando fue la entrega de medallas en el Nacional, las autoridades compartieron tres cuentas de mail de la UBA donde se podían radicar denuncias. Inés, estudiante del colegio, señala que una era falsa, en la otra había una respuesta automática prometiendo contacto a los 5 días (lo que nunca sucedió), y en la tercera, directamente no respondían.
Mientras tanto, fueron las mismas estudiantes quienes replantearon su accionar, mejoraron sus prácticas y fortalecieron los canales de interlocución con los varones. Organizadas y movilizadas volvieron una y otra vez sobre sus estrategias y ajustaron algunas de estas intervenciones. En enero de 2019, varixs estudiantes entrevistadxs hablan de la necesidad de dejar de lado la metodología del escrache, sin abandonar el objetivo que lo impulsó.
En cuanto a mí, en más de 20 años de trabajo sobre géneros, masculinidades y educación sexual, es la primera vez que observo una comunidad que atraviesa un proceso de reflexividad (y deconstrucción) como lo hizo buena parte del estudiantado de estas escuelas. Los costos fueron altos, sí, pero allí radica la responsabilidad y el desafío de los adultos. Estar a la altura del proceso exige escuchar a las pibas y a los pibes, correrse de la propia experiencia, reconocer una transformación de modos de vivir y niveles de autonomía que nada tienen que ver con nuestra adolescencia. Se trata de acompañar, contener y facilitar la creación de respuestas colectivas. Sin olvidar que hay protocolos para seguir, equipos para formar, educación sexual para implementar y derechos para respetar.
Los consejos de lxs pibxs
Las chicas y los chicos analizan con detalle la acción del mundo adulto. Algunas recomendaciones a la conducción de sus escuelas surgen al percibir que esos adultos están ensimismados en sus lógicas políticas y atemorizados por falta de empatía. Insisten en la necesidad de crear respuestas de manera colectiva, incluyendo las propuestas, las voces y las perspectivas del alumnado.
“La escuela nos quedó vieja -aseguran lxs pibxs-. El sistema sigue siendo patriarcal y el colegio es una institución del sistema. El único aspecto vanguardista que tiene son sus estudiantes.”