Premio Crónica Patagónica


De la cerveza al gin tonic: sobrevivir a una dieta low carb

Diciembre, verano. Ponerse a régimen cuando más se come parece una estupidez. Pero algo súbito estimuló a Bruno Salvador Oliva a hacerlo, un año atrás. Y ahora narra qué le pasó al realizar una dieta cetogénica y cambiar la forma de alimentarse. De la cerveza artesanal al gin tonic: perder peso y ganar concentración, calma, libido y ecología. Este texto es el ganador del concurso Crónica Patagónica, con Santiago Rey, María Moreno y Cristian Alarcón como jurados.

Siempre tuve el clásico problema de sobrepeso en el que se sube y se baja según el trastorno de ansiedad. Nunca fue nada serio hasta diciembre del 2018 cuando me encontré con unos 20kg por encima de mi peso ideal. Según la joven ciencia de la nutrición y su métrica del índice de masa corporal, estaba a punto de abrir la puerta de la obesidad. Casi todo mi cuerpo estaba flaco salvo algunas grasas pectorales. Mi panza era la protagonista de esta película. Dura e inmensa. Una inflamación insuperable. No colgaba, sino que sobresalía hacia delante como una impecable letra “D” mayúscula, viéndose delicada y simétrica en su basta tridimensionalidad. Diseño del cuerpo. Fractales. Geometría sagrada. Si alguien desplegaba sobre ella el gráfico de la proporción áurea, cumpliría perfectamente con la serie Fibonacci y coincidiría no solo con una pintura de Miguel Ángel sino también con los brócolis romanescos e incluso cualquier mapa de estrellas. Aparecían atisbos de preguntas existenciales. Dios o el Universo -aun no sé por cuál elegir- podrían haber estado detrás de esta terrible forma de engorde. 

Tengo una remera con una estampa de la cara de Andy Warhol que al usarla parecía un preciso despliegue en holograma, se veía desde todos los ángulos, podías sentirlo en la habitación. Mi ropa preferida ya no me entraba, vestida sobre mi cuerpo parecía la tripa estirada de un chorizo mal embutido. 

El escenario es Neuquén capital, la ciudad que más crece en Argentina, al punto que a la fecha es un misterio determinar cuánta gente la habita. La Dirección Provincial de Estadística y Censos no supo responderme ni devolvió mis llamados, por lo cual puedo afirmar que Neuquén está enorme y cada vez hay menos lugar para estacionar. El neuquino original, nacido y criado, suele ser popular entre los suyos y aún sigue viviendo ciertas dinámicas de pueblo como que cada vez que asoma la nariz a la calle se encuentra con un par de conocidos. Cuando esto me sucedía a mí, recibía los saludos hermanados con chistes sobre mi panza, en general poco creativos, y muchos se tomaban el atrevimiento de tocar mi vientre como si hubiese un bebé adentro. Estas mofas invasoras sucedían más seguido de lo que a mí me gustaba. Nunca fue por salud, sino por las siguientes razones que mi ser se inclinó a bajar de peso: aburrimiento, burlas e indumentaria.

 

* * *

Diciembre, a pocos días del inicio del verano en el hemisferio sur. Comenzar una dieta en la época del año en la que más se come. Terrible estupidez. Pero más allá de lo comentado, algo súbito me estimuló a hacerlo, me indicó que ése era el momento para adelgazar. A veces la vida es plana y necesita acción, mucha acción, y es fundamental proponerse desafíos absurdos. Ligeramente osados, fuertemente estúpidos. Así surgen los proyectos desde el sopor y el aburrimiento, y así es la evaluación de riesgos en la madurez post-30, ya atrás la agitación adolescente, eligiéndose siempre la levedad y el poco riesgo. Colocarse en un camino mitológico, crear un enemigo a la justa medida, diseñar hasta las consecuencias si es que algo sale mal. Enfrentar hazañas legendarias sobre algo insignificante e ingrávido, como en este caso lo era bajar de peso. Lo importante era encararlo épico, haciéndome creer que lograrlo traería un respiro de progreso heroico en la vida, sublimando la incongruencia cotidiana. Mi vida, tanto preciada como despreciada, estaba en una meseta de bienestar financiero y romántico, sin mucho nuevo que hacer, en una altiplanicie sin cosquillas, apunado, necesitando un reto, un sacudón de adrenalina. Adelgazar fue lo único que encontré para suscitarme un duelo que de lograrlo me traería mayor bienestar y otra meseta aún más aburrida, o con mucha suerte epicúrea, la ataraxia. 

Desde ese lugar comenzó el camino. Según la balanza de la farmacia del barrio, 20kg por encima de mi peso. Dormía mal, me agitaba, me era imposible concentrarme. No hacía nada por mi cuerpo y el bastardo no hacía nada por mí más que mantenerme vivo a nivel celular, permitiéndome disfrutar en forma de oasis una parcial dicha en las comidas y el sexo. La desconexión con el cuerpo puede llegar a ser atroz, y si había algo legítimo que quería recuperar, era ese contacto conmigo mismo sin tener que hacer yoga. Era un gran desafío: dieta, disciplina, masoquismo al fin. Someterse, no rendirse. En mi mente ya aparecía el sufrimiento de las diminutas porciones de comida y las largas rutinas de ejercicio. Ya estaba sintiendo el tedio de tener que ir a un gimnasio. Ver detrás de la simpática y blanca sonrisa del personal trainer una burla pasiva que compartiría con sus muchachotes amigos de buen cuerpo, mientras intentando esconder sus risas me verían soportar exhausto los ejercicios, destrozando cualquier posible progreso con sus detracciones pobremente disimuladas. Los gordos casi siempre somos animales de circo, y presentarse en un gimnasio para este tipo de espectadores es de lo más dañino que hay. Mi memoria revivía momentos de mi adolescencia, cuando mi cuerpo todavía no había cambiado y seguía siendo un púber rechoncho. 

Era una tarde seca y calurosa de jueves en el centro de Neuquén. Hasta el asfalto transpiraba. Me encuentro con Carlos, un ingeniero que conocía por el trabajo. Carlos es un tipo fantástico y también enorme, tanto en altura como en anchura. Si uno se permitiese ser algo irrespetuoso y otro tanto racista, realizaría conjeturas genealógicas y se podría imaginar que es hijo de un luchador de sumo de raíces esquimales y una mujer rugbier neozelandesa. La posibilidad de una raza innoqueable, que de haber nacido en tiempos más salvajes cuando el poder se conseguía a través de la fuerza y la opulencia, Carlos y sus descendientes dominarían todo el territorio y por qué no, la Patagonia sería el país separatista que muchos siempre han querido. 

Lo saludé con cariño y bastante sorprendido. Por primera vez desde que lo conozco pude ver su cuello. “Estás más flaco Carlos, ¿qué estás haciendo?” Mencionó que estaba asistiendo a una nutricionista de <<esas modernas>>. Exaltado le pregunté de qué se trataba la dieta. Quería la información enseguida y él no supo explicar nada, balbuceó muchísimo los “no sé” y sostuvo que lo hacía cumpliendo el querer de su esposa. Él estaba más flaco y ni siquiera sabía qué estaba practicando. Y yo no necesité más prueba científica y señal de providencia que poder ver su cuello. Fue bellísimo. Reconocí un tendal de fuerzas extrañas que colocó ese momento ante mí, y como debe hacer cualquier terrícola decente, atendí tal sincronía. Le pedí inmediatamente el número de teléfono de Victoria Dib, con quien saqué turno para la semana entrante. 

Pasé los siguientes días con el objetivo en mi mente, abstrayéndome en la captación de la providencia, saboreando esa formidable duda que pregunta si los eventos corresponden al azar o al destino. Preguntándome si Victoria sería la figura de protección en mi auto convocado camino del héroe, mi protectora contra las fuerzas negativas que había decidido enfrentar. ¿Sería la pitonisa? Hasta su nombre era buen augurio.

Aparte de hacer nutrición de adultos, Victoria es nutricionista deportóloga. Atiende en San Lucas, la clínica de niños y adolescentes más grande de la ciudad. Yo aguardaba en una sala de espera desbordada de mocosos histéricos y púberes con raqueteros de tenis y mamás rubias. Crucé miradas con una de ellas. Mi instinto de seducción olvidaba que estaba gordo, aunque ella también estaba gorda, y parecía mucho más seductora que yo, y estaba seguramente igual de aburrida que yo. Mi mente divagaba y se entretenía mirándola sin invadir ni faltarle el respeto, pero queriendo que sintiera la intención de mi mirada, y la sintió, y la devolvió. Y jugamos un rato con eso hasta que su hijo también la sintió y fue un momento de lo más incómodo. Desde el fondo de un largo pasillo se escucharon suelas de madera. El sonido venía de unas bonitas sandalias de una mujer bellísima de unos cuarenta y tantos años, con ojos alienígenas enormes, quien parecía recién bajada de su ovni. Ella dijo mi apellido. Ella era Victoria.

Pasé a su consultorio que apestaba a durlock recién colocado, material que me saca de quicio y debería ser estudiado por antropólogos ya que su contenido simbólico es fuertísimo. Su velocidad de aplicación representa la ansiedad y la vagancia de esta época; su sobreproducción, la masividad y la desaparición del valor del individuo; su fragilidad, la de los vínculos; su aislamiento, la inexistencia de la privacidad; sus construcciones, la pérdida del significado del esfuerzo. Es la figura que representa el adiós al trabajo de calidad y es la suma de todo lo feo en que ha devenido la prefabricada humanidad del siglo XXI. 

Salí de ese ánimo y me enfoqué en alejar el resentimiento de mi vida, me pensé bíblico: “sobre este durlock edificaré mi iglesia”. Victoria fue simpatiquísima. Cumpliendo convencionalismos de los profesionales de la salud, me preguntó sobre mi trabajo y la composición de mi familia. Me hizo sacar la camisa y los zapatos y el contenido de mis bolsillos para pasar por la balanza. Cuando hace calor nunca uso medias y rebalso mi calzado de talco, así procedí ensuciando de huellas blancas todo su consultorio, otra razón para estar avergonzado aparte de tener que mostrar mi panza. Empezamos mal para continuar peor. Peso: 89kg. No 90, sino 89. Quizá ella sintió piedad y me mintió como las ofertas en los supermercados. Ratificamos los 20 kilos por encima de mi peso ideal. Victoria sacó un centímetro para medir mi vientre. Con cara de sorpresa despreciable explicó que mi panza era aún mucho más grande de lo que debería ser una panza de 89kg. La cosa estaba más que complicada. No solo había grasa, sino tripas infladas. Saber si yo era gordo u obeso en ese momento, era como calcular el nivel del mar en un cambio de marea. Volvimos a sentarnos.

Trataré de ser informativo en esta Era voluble y subjetiva en la que ya no se sabe muy bien qué es la información y solo es validada según la importancia que le otorga el individuo. 

De ahí en más, la consulta pasó a ser de carácter instructivo sobre la dieta cetogénica o low-carb. Victoria me expresa simplemente que se trata de cambiarle la nafta al organismo. ¿Cómo sería eso?, pregunté. El cuerpo humano puede funcionar bajo dos combustibles. Uno es el azúcar de los carbohidratos, presente en la gran mayoría de los alimentos que comemos (harinas, pan, pastas, arroz, todos los cereales, verduras almidonadas, legumbres, etc). El otro posible combustible es el generado por la grasa (huevos, carnes, aceite de oliva, manteca, frutos secos, etc). La clave de la dieta cetogénica es que, al ser tan baja en carbohidratos, se genera un déficit de los azúcares disponibles y el organismo se vuelca a utilizar la grasa como combustible principal, catabolizándola para obtener la energía necesaria y disponible de la misma. Este estado de producción de energía, es la famosa “cetosis”. Y así apareció. La palabra para mi iluminación, mi nirvana metabólico, el brío para invocar.

Victoria se enfocó en que, una vez lograda la cetosis, todo resultaría más fácil ya que las cetonas son un combustible muchísimo más estable y largoplacista, y al no tener mucho azúcar en sangre, las malditas hormonas que perturban con la sensación del hambre dejarían de actuar con tanta histeria. Eso sonó interesante. Por otro lado, el cuerpo se transforma en una máquina de quemar grasa, por lo que bajás de peso hasta durmiendo. “Al principio no está indicado hacer ejercicio.” Eso sonaba hermoso. No gimnasio. En cuanto a la alimentación. ¿Pan, pastas, arroz, cereal, porotos? ¿Pizza, sándwich, lasagna? Quizá sí, con algo de delirio, sacrificio y mucha voluntad sería posible. Solo importaba lo importante, y procedí a consultar lo que consulté a todas las nutricionistas que visité en mi vida: la cerveza. “Es biológicamente imposible que quemes la grasa abdominal que tenés si seguís tomando cerveza, más aún si es artesanal, es una bomba de cereales.” Corta y seca. Así supe cuáles serían los primeros azotes del enemigo. No decaí, me pensé que el sufrir puede ser consciente, voluntario.  

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* * *

Esta era la cuarta nutricionista que había visto en mi vida, pero algo creía en los fundamentos de la cetogénica y algo creía en la licenciada Victoria Dib, se la sentía muy convincente y actualizada. Salí a las 8 de la noche de la consulta, entusiasmado con los fundamentos científicos de la dieta y convencido de hacerla. Ponerle mejor nafta a la máquina. Sí. Seguí sintiendo la cosquilla de la providencia y sospechaba que ella era mi pitonisa nutricional, una deidad con matrícula MP178. Victoria me excitó, y tal como cuentan los libros antiguos, al estar frente a frente con una fuente de fuerzas divinas, te vibra el chakra raíz. 

Mi primera decisión fue comenzar de inmediato con la despedida más triste y áspera. Adiós amada cerveza. Íbamos a dejar de vernos por un largo tiempo. Tenía que haber un último encuentro, generar el punto culminante de una de las mejores relaciones que he tenido. Quería transformar la desdicha del adiós en un definitivo encontronazo lascivo de felicidad para imprimir en mí un buen recuerdo, quemar los puentes para no volver atrás, para no arrepentirme. Fui a Brauer, el bar de cervezas artesanales multimarca con mayor variedad de la ciudad. Invité a varias amistades como si de mi cumpleaños se tratara, para celebrar mi partida hacia las tierras cetogénicas. Con buena asistencia y muy buenas conversaciones, en 4 horas tomé 9 pintas largas (4,5lts) de la IPA Americana de Kraken. Una delicia por donde se la mire. Una gran despedida. 

Volví a casa embriagado. Desperté con mi sistema nervioso estúpido y mareado. Es morboso que uno sienta que poseé un sistema nervioso sólo cuando éste le afecta al golpearse un codo, sufrir resacas o los pinzamientos post-30. El resto del tiempo es como que no existe, es un testigo silencioso. Desde ese estado deplorable, todavía pulsaba el fervor de hacer la dieta. Comencé por el desayuno cetogénico más sugerido: huevos revueltos. Lo hice gustosamente. Si un huevo tiene los componentes para alimentar un bebé pollo, químicamente nos debería colaborar para vencer una resaca. Y así fue.

Jamás he sido ni seré víctima de una moda. Soy un escéptico de las tendencias, un renegado de las inclinaciones vagas y de las incalculables alteraciones que uno tiene que ponerse en la jeta para estar satisfecho en este histérico siglo XXI. Es importante que se sepa ésto porque los resultados que relataré a continuación son asombrosos y verdaderos.

No tuve problemas en acomodar mi alimentación a los parámetros de la dieta. Era simple: armar la mitad del plato con el corte de carne que quisiera y la otra mitad con la verdura que quisiera cocinada como quisiera (exceptuando las almidonadas). A esto tenía que sumar siempre algún que otro adorno de grasa, tal como aceites, muchos quesos, aceitunas, panceta, almendras, palta, semillas. Las colaciones podían ser frutos secos y huevos duros o revueltos. Si quería mojarme un poco podía comer una barra de cacao 60% para arriba. Si a uno le gusta cocinar puede hacer cualquier magia para complacerse. En ningún momento sentí que estaba haciendo una dieta restrictiva. Aún desconocía si estaba en cetosis o no. Una semana después noté algo químico, metabólico, o vaya a saber qué. Fue extraordinario, de otro orden. Una epifanía. Por primera vez en mi vida entendí el significado de la palabra saciedad. Comía hasta estar satisfecho, y no volvía a tocar nada comestible hasta la reaparición del hambre. Mi deterioradísima conexión cerebro-estómago pasó a funcionar como un reloj suizo Patek Phillippe. Fue hermoso, porque siempre sufrí una afición al vicio y una ansiedad existencial notable. Me encontré de repente recibiendo esta calma química en mis venas. Inimaginable. Asombrosa. Sabía que ésto lo proveía la dieta, y sentirlo fue una gratísima sorpresa. El estómago demora 20 minutos en indicarle al cerebro que ya no hace falta más comida. Yo ahora sentía este aviso en 5 o 10 minutos, lo que me hizo sentir más cerca de Dios y el Universo, esos 5 o 10 minutos al menos. El camino del héroe avanzaba y ya daba sus extrañísimos primeros frutos.

Volví a Victoria al transcurrir las primeras dos semanas. Pasé por la balanza. Marcó una baja de 4kg. Yo no podía creerlo, no moví ni un pelo de la nariz y ya había bajado 4kg. Ella sonrío y preguntó cómo pude llevar mi día a día, si había tenido dificultades. Le mencioné lo bien que había empezado a sentirme, no solo tras la sorpresa de la saciedad, sino también mi concentración y respiración, por ejemplo. Ella ratificó que había logrado la cetosis. La cetona es sinónimo de estabilidad metabólica para el cuerpo. Le conté que no como pescados y me indicó unas pastillas carísimas y supuestamente orgánicas de un laboratorio francés, realizadas con hígado de manta raya. Aparte de excentricismo, las mismas aportarían omega 3-6-9 y DHA, ciertas cuestiones que proveen los pescados y favorecen a los ácidos grasos que mi cuerpo iba a necesitar para facilitar la cetosis y desinflamar mis intestinos. 

El estado de cetosis no sólo optimizó la concentración y la respiración, también el sueño y las erecciones.  El otro gran cambio inmediato que sentí fue con la lectura. Soy un lector ávido y disciplinado, pero pasé a leer con una fluidez que nunca antes conocí. En el primer mes y medio llegué a liquidar dos novelas y avanzar grotescamente en una tercera. Mi cerebro se sentía afilado como el colmillo de un tiburón con bruxismo. Tendría que haber invertido en los mercados bursátiles. 

Investigando, noté que la dieta cetogénica y sus variantes son altamente indicadas para niños y adolescentes con autismo y epilepsia, incluso avalada por los ministerios de salud de varios países de avanzada. Esto es justamente porque el estado de cetosis y la no-existencia de azúcares en sangre son favorables para el cerebro, el cual es pura grasa. Incluso revisé publicaciones científicas que exponen casos de pacientes con cáncer que pudieron patearle el culo a unas menudas metástasis gracias a la dieta, ya que el alimento preferido de los tumores es la glucosa. Al predominar las cetonas en el organismo, solo se alimentaban las células sanas y las cancerosas morían de hambre.

Un día hablando con Beatriz, otra compañera de trabajo, me entero que su hijo tiene epilepsia y hace la dieta hace más de 3 años. Más allá del largo proceso que su crío tuvo que atravesar para poder dar con los medicamentos adecuados y lograr reducir los ataques (aceite de cannabis incluido, por supuesto), mencionó lo notable que fue el cambio cuando comenzó con la cetogénica. No podía creerlo porque los ataques se redujeron a cero luego de aplicar el plan de alimentación. Sí, cero. Hoy, asistido por profesionales talentosísimos el muchachito sigue muy estrictamente el régimen, ya que desde la niñez hasta los 20 años puede ocasionar problemas de crecimiento por el déficit de carbohidratos, por lo cual está solo indicada a los infantes y adolescentes que padezcan enfermedades serias en su sistema nervioso.  

* * *

La dieta fue dejando de ser “dieta” y se convirtió en mi alimentación basal. Así pasaron los días y los meses. En abril de 2019, y sin haberme pesado en ninguna otra balanza que la de Victoria y el templo de durlock, retorné a su consulta. Había bajado 17kg (sin hacer un solo ejercicio). Me visualicé bajando de un avión en Ezeiza con una multitud celebrándome, mujeres y hombres deseosos por tocarme y vivir conmigo y que los incite a cambiar su alimentación, entrevistas en la tele, llamada del presidente. Tal como los astros lo indicaron desde un principio, Victoria, mi guía, rediviva y ascendente, me felicitó por la victoria. Como regalo extendió los nuevos permitidos: sin abusar, podía comer ínfimas cantidades de harina, como una masa de tarta, empanadas o tacos. Este es el momento en el que al héroe le es permitido volver a su casa, cuando recibe libertad para vivir. 

Poco tiempo atrás tuve mi primera recaída. Volví a mudarme a mi casa familiar con el terrible riesgo estar a solo media cuadra de Cuore Di Panna, heladería famosa gelatería por sus sabores ultra cremosos italianos. Puedo comerlos porque son grasosos; tenía solo permitidos los sabores con menos azúcar (chocolate amargo y sambayón). Sin embargo, abusé. Durante el último mes, compré 1/4kg casi todos los días. Mi cuerpo comenzó a sentirse atontado. Maldito azúcar en sangre. Sentí mi organismo debilitarse ante la fuerza de su poder adictivo. 

Desesperado volví a visitar a Victoria, a quien quería cada día más. Mi aventura en el mundo de los helados italianos me costó un subidón de 5kg. En esta última consulta me ofrece una gran y última herramienta utilizada por la cetogénica como también por otras tantas dietas: el ayuno intermitente. Algo muy sencillo y poderoso. Debía lograr todos los días posibles un mínimo de 14 a 16hs sin comer. Las infusiones estaban autorizadas. Es decir, cenar a las 21hs, y recién volver a almorzar a las 13. Fue facilísimo. Tranquilamente se puede atravesar toda la mañana tomando mate o café y fumando una buena cantidad de cigarrillos. Otra gran sorpresa, la abstinencia al alimento aplicada de esta manera te limpia el cuerpo de todas las idioteces que andan dando vueltas por los torrentes. Hace unos días estuve por lograr las 24hs de ayuno, acompañando el proceso con un permitido caldo casero y considerando una botella de vino tinto como infusión, por qué no. Era tarde y me fui a la heladería, corté el proceso en la hora número 18. Siempre se puede volver a intentar.  

Para hacer la dieta cetogénica es obligatorio consumir alimentos de calidad, tanto verduras como carnes, y es fundamental dejar de lado los alimentos procesados llenos de químicos y esos azúcares rarísimos que están presentes, tal como el jarabe de maíz de alta fructosa. Nunca sentí que modificaba mi cuerpo sino que volví a encontrarlo. Uno de los argumentos principales de la dieta cetogénica es que nuestros ancestros no consumían productos refinados, su alimentación estaba cerca de esta dieta y en general se morían porque los atropellada un caballo. Ahora colecciono investigaciones científicas que relacionan el aumento de las enfermedades con el crecimiento de la industria del alimento de la mano de los monocultivos y los alimentos procesados. La soberanía alimentaria es la próxima gran revolución. Sobre lo que sucederá con el agua, problema de nuestros nietos.

Es verdad que los alimentos orgánicos y hechos con materias primas amigables son carísimos, como también lo son los quesos, fiambres, frutos secos y demás recursos que se utilizan para comer más grasa. Si no me hubiese encontrado en buen pasar económico, lo único que podría haber encarado de la dieta es el ayuno. 

Mi panza desapareció. Mi cerebro se siente espléndido. Siento tal bienestar en mi configuración estomacal que ahora comprendo por qué le dicen “el segundo cerebro”. Estoy por retomar la actividad física para hacer desaparecer ciertos colgajos. Y sobre lo más importante: el vicio. Extraño horrores la cerveza artesanal pero encontré un nuevo amor gracias al boom de los botánicos. Bebo vino o gin tónic nacional todas las noches. Respeto mi alimentación como el compromiso social de alterarse un poco los sentidos hacia el final del día, para dejar el ruido atrás, para despertar renovado, con la memoria prístina, para ser un mejor ser humano, el que el planeta necesita.

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