Son dos historias que se cuentan casi de la misma manera. Como ocurren con un año de diferencia, y cambian los nombres, podemos estar seguros de que no es la misma historia contada dos veces. O tres, o diez. Porque también sabemos que se ha repetido antes. La muerte no marca el principio ni el final de ninguna de ellas. La muerte es, en todo caso, un instante entre lo que se desencadena después, y lo que ha pasado antes. Aunque lo que ha pasado antes nunca termine de develarse. Entonces: entre una y otra historia cambian los nombres, las caras, los lugares y las fechas, pero las dos se pueden contar igual. A eso vamos.
Primero, las noticias.
El lunes 23 de septiembre de 2013 los dos matutinos santiagueños, El Liberal y Nuevo Diario, publican la historia de un hombre de 43 años que murió en el Hospital Regional después de descompensarse en la Comisaría Décima. Un texto de oraciones cortas dice que lo habían detenido la mañana anterior, acusado de robar dinero, joyas y dos televisores. El hombre se llama Ramón Vázquez y la historia del diario tiene verbos en potencial y escenas que no quedan claras: se escribe que Vázquez tomó un remís hasta la casa en cuestión, que el chofer esperó a que regresara con el botín. Sin embargo, en los dos diarios dicen que el remisero fue el testigo clave que entregó a Vázquez. El miércoles algunos portales web informan sobre la detención de cuatro policías. Después nadie dice más nada.
El domingo 21 de septiembre de 2014 los dos diarios informan sobre un accidente la noche del viernes. Un motociclista murió al chocar contra un poste de luz. Se llamaba Cristian Farías, tenía 23 años y trabajaba en una gomería. Sobre él dicen que chocó mientras intentaba escapar de la policía, porque la moto en que iba era robada. Dos días después Nuevo Diario publica que se siguen investigando las causas de la muerte. La nota aclara que la moto no era robada, que era de Cristian Farías. No vuelven a publicar nada.
Segundo, las familias.
El domingo que va a morir, Ramón Vázquez se despierta en su casa de un sobresalto. Escucha gritos y un portazo. Reconoce la voz de su hijo y de otros hombres en el comedor de su casa de Bruno Volta, una zona de viviendas humildes al costado del cementerio de la capital. Sale de la pieza con un pantalón corto a medio poner y los ojos legañosos. Ve en el reloj que son las ocho y algo de la mañana. No llega a orientarse del todo. Un policía agarra a su hijo y el otro viene contra él. Alcanza a ver que hay uno más afuera. Ramón vuelve a la pieza para buscar un papel que espera que lo salve.
Dos semanas antes, los policías ya habían venido a buscarlo. Alguien había robado plata y joyas en la casa del barrio América del Sur donde él trabajaba como albañil. Lo tuvieron detenido e incomunicado veinticuatro horas. Lo amenazaron para que se hiciera cargo del robo, pero nunca pudieron probar su vinculación con el hecho y el no aflojó. Cuando lo largaron, Ramón se acercó a un grupo de abogados vinculados a organizaciones de derechos humanos, que lo asesoraron para pedir un habeas corpus. El papel en el que ahora tiene depositada su fe no le sirve de nada. Los policías lo agarran, se lo vuelven a llevar. No tienen orden judicial ni hacen caso al habeas corpus, que cae lento en el piso del comedor. Ramón se aleja en el patrullero envuelto en una nube de tierra. La esposa y los hijos no pueden hacer nada. Es la última vez que lo ven vivo.
A media mañana, Moisés, el hijo mayor, logra averiguar que Ramón está en la Comisaría Décima del barrio Autonomía, a unos dos kilómetros de su casa. En el lugar los policías de guardia les confirman que está ahí, pero le prohíben verlo. Moisés y su madre esperan una hora, dos, tres. La comisaría en penumbras y un ventilador que rechina hacen más largo el mediodía. Entrada la siesta, un oficial se acerca y les dice que Ramón sufrió una descompensación en la Comisaría, lo llevaron al Hospital Regional y falleció. Las preguntas, los gritos y los llantos. Hay que ir a reconocer el cuerpo. Salen a la calle encandilados por el sol. Aturden el aire caliente de la siesta.
Un año después, en el barrio 8 de abril, pegado al centro de la ciudad, Viviana Farías está por salir a hacer las compras cuando escucha en la noticia en la radio levantada de algún portal web. Un choque.
Cristian es su sobrino. Es sábado a la mañana. En la radio dan el nombre, nadie de la familia sabe nada.
El accidente pasó entre hace apenas unas horas, y saldrá en el diario en papel recién al día siguiente.
Todo pasa muy rápido. A las 9 de la mañana Viviana está en la Comisaría 35 junto con su hermana Cristina, la mamá de Cristian. Espera dos horas, nadie les explica nada. A las once un policía de civil les confirma que Cristian murió al chocar contra un poste en la esquina de la avenida Colón y la calle Peralta Luna, en el extremo sur de una vieja calle que a esa altura empieza a terminar y volverse más oscura. Las preguntas, los gritos y los llantos pero hay algo distinto a la otra historia, a la de Ramón Vázquez. Hay un sobreviviente que nadie en la familia conoce. Es un chico de 15 años que venía con Cristian en la moto y está internado en el Hospital Regional, inconsciente y con heridas de bala en una pierna.
Tercero, la furia.
Cuando Moisés Vázquez vuelve a estar frente a su padre lo ve azul. Parece una foto en sepia de lo que era el albañil Ramón Vázquez. La médica que acompaña el reconocimiento del cuerpo le explica al hijo que posiblemente se haya puesto así por falta de oxígeno, que hay que esperar a la autopsia para saber qué pasó. Ramón tiene magulladuras en la cara y las muñecas, y una quemadura en el centro del pecho. A Moisés le dicen algo más: al hospital llegó muerto. La doctora le dice que lo entregaron dos policías en la sala de emergencia como NN, que ella lo llevó adentro para atenderlo, y que al constatar que estaba muerto, salió a buscar a los policías. Ya no estaban.
La autopsia confirma que la causa de muerte es asfixia por sofocación. Las sospechas sobre la tortura policial ya habían empezado a correr y agitarse durante toda esa tarde entre las casas del barrio Bruno Volta. Al caer el sol unos cien familiares y amigos se reúnen al costado del cementerio, para marchar denunciando el accionar policial. Pero el domingo que empezó con tres policías forzando la puerta de los Vázquez termina con un pelotón de uniformados dispersando a los vecinos con gases y balas de goma. Nada de marchas.
A la mañana siguiente, ni los diarios ni la televisión dicen nada del enfrentamiento entre vecinos y policías en plena calle del apacible Bruno Volta. Tampoco aparece el testimonio de Moisés, que había hablado con la prensa contando con bronca que a su padre lo habían matado. Los familiares y vecinos vuelven a arremeter, esta vez en la puerta de la comisaría, que desde la noche anterior está con un cordón policial. Queman gomas, se enfrentan a la policía.
Las balas silban, los gritos asustan, el gas arde en los ojos, sofoca; mientras la prensa calla.
Esa tarde, en internet circulan dos videos. Uno muestra el enfrentamiento y otro la conversaciones de los policías para disuadir a las familias. Una semana después el diario Perfil va a publicar una noticia de tres párrafos sobre la represión policial en Santiago. Nada más. Los medios cubren el hecho. Lo cubren como el que envuelve y tapa algo que no se quiere ver. No dicen nada. La familia marcha y las fotos hacen ruido en las redes sociales. A la semana cambia el panorama. La jueza que atiende el caso recibe a la familia y les confirma que hay cuatro policías que están detenidos. Que la muerte de Ramón se va a investigar a fondo. Se alegran, pero dudan. De la detención de los policías casi nadie se entera. El caso se mueve en voz baja.
El 21 de septiembre de 2014 el tío de Cristian Farías llega a la morgue con una muda de ropa. Quiere dar vuelta el cuerpo, que está tendido boca arriba. Dice que es para vestirlo, pero el encargado de la morgue lo detiene. Discuten. El tío de Cristian se enoja porque el impedimento aviva su desconfianza. La ropa es una excusa. Quiere ver que Cristian no tenga un tiro en la espalda. Está seguro que lo tiene y que se lo están ocultando. Si el chico que sobrevivió tiene un tiro en la pierna es posible que a él también le hayan tirado. Al final no lo puede comprobar. Se va. Cristina y Viviana Farías se van también. Les dicen que no hay nada que hacer.
Mientras, la versión oficial sobre el accidente empieza a circular entre declaraciones judiciales y redacciones periodísticas, y dice que Cristian se había reunido con un grupo de amigos motoqueros la noche del viernes, dispuestos recuperar la moto de uno de ellos que había sido secuestrada en un operativo vial. Nueve jóvenes en sus respectivas motos – dice la versión – rondaron la Dirección de Inteligencia Criminal, donde supuestamente se encontraba el vehículo. Al ser advertidos por los policías que se encontraban en el lugar, se escaparon por la avenida. Un patrullero los perseguía: las motos se separaron. Cristian y el joven que lo acompañaba en su moto fueron los únicos que continuaron por la calle principal. Tras una persecución de 30 cuadras la moto se encontró con un badén, y Cristian perdió el control, dio contra un poste de luz y murió en el acto, mientras que su acompañante rodó por la calle.
El choque fue a las dos y media de la mañana. A la familia le confirmaron la muerte ocho horas más tarde.
La versión oficial del accidente es un racimo de cabos sueltos. Indigna a los vecinos y familiares de Cristian Farías, que comienzan a reunirse en el barrio 8 de abril, para preparar un reclamo. Se vuelven a cruzar ladrillos y las balas de goma. Otra vez la policía va a disuadir. Los medios tampoco dicen nada del enfrentamiento. La policía logra separar a los vecinos que denunciaban el asesinato, pero rápidamente, al día siguiente se organizan. Se acercan dirigentes de H.I.J.O.S., de la Asociación por la Memoria y abogados penalistas. La investigación avanza por otro lado y aparece entonces un testigo clave. Un vecino de la esquina de Colón y Peralta Luna, donde fue el choque, cuenta que esa noche estaba despierto y escuchó el derrape de la moto, el frenazo del auto policial, portazos y a los policías discutiendo. Cuenta que al momento en que salió a la calle a ver qué pasaba, escuchó la frase que lo cambiaba todo: Apurate que es testigo. Según el vecino, el policía le hablaba al compañero, que le apuntaba con su arma al chico más joven. Cristian todavía se movía en el piso. Al ver más gente saliendo de las casas, los policías se comunicaron por radio con la Emergencia. La calle se llenó de gente y Cristian murió en algún momento entre el choque y la llegada de la ambulancia. El cuerpo fue retirado de la calle recién a las 5 de la mañana.
Las nuevas versiones siembran dudas y bronca. Los medios abonan la versión del accidente y caso cerrado. En los días que siguen, la familia y unos cuantos vecinos comienzan a marchar por las calles del centro de la ciudad con carteles que piden Justicia por Cristian Farías y Basta de Gatillo Fácil. Los recibe el ministro de Seguridad y les promete investigar el caso a fondo. Les pide tranquilidad. Pero los Farías siguen marchando todos los jueves durante un mes. Los sábados hacen un bingo para juntar plata para gastos judiciales. Sortean carne para asado y una torta. De todo eso, nadie se entera.
Antes del final, a las dos historias les hace bien un interludio.
Si se cuentan igual, si se parecen, es porque en realidad forman parte de una trama mayor. En Santiago del Estero, como en el resto del país, las denuncias de violencia policial se han repetido por décadas. Pero en esta provincia uno de esos casos derrumbó un gobierno en 2004. El famoso Crimen de la Dársena, tras casi dos años de marchas de pedido de justicia por el asesinato de dos jóvenes santiagueñas, terminó con la intervención federal al gobierno de los Juárez. Sin embargo, el caso nunca se resolvió del todo. De los más de treinta detenidos, en 2006 apenas cuatro fueron condenados por la muerte de Patricia Villalba: el ex represor Musa Azar, dos policías y un carnicero, que según la justicia la mataron porque sabía cómo había muerto Leyla Bshier Nazar, la otra víctima del Doble Crimen. Esa muerte nunca se esclareció. Diez años después, nadie sabe cómo murió Leyla ni quién la mató. Ni la justicia ni los medios indagaron más allá. Caso cerrado.
Desde entonces en Santiago se produjeron otras muertes violentas y resonantes que nunca tuvieron culpables. La primera. En abril de 2006 hubo un enfrentamiento en la cancha del Club Sarmiento de La Banda entre hinchadas y policías. Un disparo dio en el pecho de Exequiel Melián, que murió en el acto. Tenía 17 años. Ese día hubo además 26 heridos y ningún culpable. Todos los policías que la justicia había investigado por su responsabilidad en el caso fueron sobreseídos.
La segunda. Dos años después, en mayo de 2008, hallaron en un descampado el cuerpo descuartizado de Raúl Domínguez, que había estado desaparecido nueve días después de denunciar una estafa en la Dirección de Rentas, donde trabajaba. Los abogados de la familia denunciaron a un grupo de policías exonerados de la Fuerza durante un acuartelamiento en 2006. El caso se cajoneó en la justicia. En 2014 la familia marchó a seis años del crimen pidiendo justicia, acompañada por organizaciones de derechos humanos. La marcha no salió en los medios. La justicia no escuchó, casi nadie se enteró.
La tercera. En marzo de 2012 Edgardo Llugdar sufrió un ACV hemorrágico. Estaba adentro de una celda de la División de Delitos Comunes hacía tres días. Era un empleado del Registro de la Propiedad Inmueble que había sido vinculado a una estafa de tierras. Era el único detenido. Después de su muerte la investigación no fue mucho más lejos. Caso cerrado. A otro tema.
Hoy los rostros de Melián, Domínguez y Llugdar se bambolean en pancartas cada vez que hay una marcha por justicia en Santiago del Estero. Por casos de gatillo fácil en la ciudad y de asesinatos por conflictos de tierra en el campo, desde 2003 se denunciaron más de setenta casos.
En la prensa local hay predilección por las noticias policiales. Todos los días se publican choques, violaciones y asesinatos. La mayoría de las historias terminan ahí. Pero en Santiago hay algunas víctimas que parecen fantasmas. Sus propias familias son como espectros que uno puede ver por ahí desplazándose, intentando decir algo que nadie escucha bien. La sensación es la de ver algo que no existe: las demandas de justicia y los conflictos de los sectores populares parecen no ser, porque no hacen a la agenda de los medios provinciales. Algunos vieron pasar una marcha, escucharon un lamento, pero nadie dijo nada después. Se tapan los oídos, miran para otro lado. La prudencia de los medios de no mostrar algo que pueda ofender al poder se ha convertido en una costumbre de la que no escapa casi nadie. En Santiago los dos diarios en papel (El Liberal y Nuevo Diario), el canal de aire (Canal 7) y las radios más importantes son oficialistas del Gobierno Provincial, aunque no le ahorran críticas al Gobierno Nacional. La provincia ha crecido como nunca en los últimos diez años. Se vive mejor. Pero se muere peor. Los medios parecen creer, equivocadamente, que decir todo el tiempo que todo está bien es hacerle bien al gobierno.
Pero en estos años también hubo justicia. En Santiago se realizaron tres juicios por delitos de lesa humanidad cometidos antes y después de la dictadura del 76, que involucraban a miembros de la policía santiagueña. En cada uno Musa Azar fue condenado a cadena perpetua, y otros miembros de la fuerza recibieron sentencias parecidas. Los medios santiagueños cubrieron los casos con reportajes extensos y atrapantes. Fueron juicios históricos. Aunque algo se perdió de vista. Los monstruos habían sido condenados, tenían nombre y apellido, y habían sido fotografiados a la luz del día. Pero nunca nadie relacionó aquella vieja policía de Musa Azar con la actual, y con las vidas que hasta hoy se sigue cobrando.
Por último, un final que no es tal.
Termina octubre de 2014. Moisés Vázquez, su familia y sus abogados, siguen reclamando por el esclarecimiento del crimen de Ramón Vázquez. Eligen ver el vaso medio lleno y seguir: los cuatro policías siguen detenidos y el proceso está en instancia de instrucción. Cuando ven la mitad vacía, les preocupan otros tres policías a los que la defensa les adjudica participación en el asesinato, pero han sido parcialmente desligados de la causa. Los Vázquez esperan para principios de 2015 el procesamiento y el inicio del juicio.
La familia Farías tiene menos suerte. A más de un mes de la muerte de Cristian, no han logrado acceder a los resultados de la autopsia, ni a una audiencia con el juez, ni a una declaración del sobreviviente de la pierna baleada. Los Farías siguen marchando todos los jueves, menos uno: el 13 de noviembre, porque hay programada una marcha contra el gobierno. La mamá de Cristian dice que no quiere que se mezclen las cosas. Pero si no nos responden – afirma desafiante – vamos a salir con más fuerza a la calle.
Las historias no terminan. Ni estas dos, ni las otras. Es muy pronto para que se esclarezca el crimen de Cristian Farías, pero tampoco nadie sabe por qué hace un año mataron a Ramón Vázquez. No se pudo probar su vinculación con el robo a la casa del barrio América del Sur, y no hay otras hipótesis de por qué los policías de la Décima lo buscaban con tanto ahínco. Diez años después nadie sabe cómo murió Leyla Bshier Nazar. Seis años después es un misterio quién descuartizó a Raúl Domínguez. Tampoco se investiga la causa ni se muestran los reclamos en las calles. Tampoco se resolvieron las dudas sobre el ACV de Llugdar ni hay responsables por el tiro en el pecho de Melián. Pocos saben de las otras denuncias de violencia policial, que se amontonan a decenas. La prensa no pregunta, la justicia no avanza. Las heridas, como las historias, siguen sin cerrar.