Fotos: Archivo DyN
Los analistas de las corridas de toros murmuran una y otra vez. La plaza apenas contiene a la muchedumbre. Pero uno solo sabe de qué se trata. Precisamente es él quien enfrenta al toro. John Fitzgerald Kennedy, quien citaba al escritor Robert Graves.
En un momento cada vez más globalizado y transnacional, los gobiernos nacionales conviven con fuerzas que ejercen cuanto menos el mismo impacto que ellos en las vidas de sus ciudadanos, pero que se encuentran, en distinto grado, fuera de su control. Y, sin embargo, no tienen la opción política de claudicar frente a esas fuerzas que escapan a su con- trol, ni siquiera en el caso que lo desearan. Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI
Nuestra generación había realizado el deseo mortífero de identificarse con sus padres. Ya no somos menos que ellos, ya tuvimos nuestras guerras y ahora tenemos el hambre y de modo inexplicable, porque en este país siempre se supuso que podía faltar cualquier cosa menos comida. […] ¿Cómo se mide, en índices inexorables, el “dolor país”? Silvia Bleichmar, Dolor país.
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Si se extremaran las exigencias, nadie debería ser presidente porque, como bien señala Eric Hobsbawm, deben asumir la responsabilidad de muchas variables que no dominan.
Pensemos en la Argentina: un derrumbe de la economía de Brasil o el aumento de la tasa de la Reserva Federal estadounidense pueden tener mayor impacto que la más redonda o la más aciaga de las políticas domésticas. No se trata del Efecto Mariposa, si nos ponemos estrictos: sería más atinado hablar de interdependencia asimétrica entre desiguales.
Una ironía recorre Occidente: todos los ciudadanos del mundo deberían participar en las elecciones presidenciales de Estados Unidos, considerando su rotunda incidencia mundial. Algo que resulta tan veraz como impracticable, porque no está permitido: votan la mitad o menos de la mitad de los ciudadanos, y el resto del planeta padece las secuelas.
“Presidente” o “presidenta” se podrían definir, entonces, así: Persona condenada a tomar decisiones en plazos dramáticamente cortos, bajo presión, sin disponer jamás de la información completa, sujeta a hacerse cargo de las derivaciones no previstas ni previsibles, tanto las no queridas como todas las demás.
Algunas autoridades consultan más: se rodean de mejores asesores, cabildean. Pero los banderilleros no deciden la suerte del toro: sólo el torero lo enfrenta. La decisión última recae en el presidente y es un instante único, solitario, cruel a su modo.
Es difícil o filoimposible presidir un país. Son contadas las personas que desean hacerlo en serio. Algunas son lunáticas o de extrema vanidad, desubicadas. Puesto en solfa: gentes que se deliran creyendo que podrán ser como Barack Obama, Napoleón o Lionel Messi. Otras reúnen parte de las condiciones: no llegarán jamás, le pasarán muy lejos a su objetivo.
Entre quienes lo quieren y –aun con limitaciones– están en condiciones de asumirlo, pocos llegan.
Sin embargo, y por supuesto, es necesario que exista una figura que presida el Estado. Lo dijo Aristóteles, por lo pronto.
“El hombre es un animal político”, escribió de una vez y para siempre el gran griego. Señalaba que los seres humanos sólo pueden vivir en sociedad, en la polis. Un animal o un semidiós pueden vivir fuera de la polis precisamente porque son infra o un poco suprahumanos.
En la jerga vulgar de dirigentes y periodistas argentinos se tergiversa el sentido de esa expresión. Animal político funge como un equivalente de político de raza, persona que consagra su vida a conducir o gobernar.
Zoon politikon quiso decir lo contrario, o algo disímil. Todas las personas (acotemos: las libres cuando se escribía en la Grecia Antigua) están destinadas a la vida en común.
Sin política, sin Estado, sin autoridades, no hay sociedad, ni convivencia, ni orden. La anomia o el caos acechan.
La política y la autoridad son necesarias, caramba. También los presidentes, en determinadas latitudes.
Arrogantes o mal informados, proliferan los argentinos que exageran la peculiaridad nacional, sea para glorificarla, sea para cuestionarla.
El presidencialismo sería una de las marcas de esa peculiaridad, digamos. Permite diatribas o ditirambos, admisibles dentro del magnánimo espectro de la libertad de opinión. Es común condimentarlo con alusiones sobre la originalidad autóctona. Somos excepcionales, una especie única, el ornitorrinco del globo: un animal extraño que no se deja clasificar y que transita solo una geografía tan extraña como él mismo.
El presidencialismo, para bien o para mal, no es un invento criollo como la birome o el dulce de leche (que tampoco lo son, o no del todo). Es el sistema político que entró en vigor en el siglo XIX desde Tierra de Fuego hasta Alaska, con un par de excepciones: Canadá, un puñado de ex colonias de potencias europeas. Argentina, Chile, Estados Unidos, Brasil, Colombia, México… se puede completar la lista y acaso faltará algún país.
En América, la forma de gobierno más común y clásica es el presidencialismo. Es la base: luego se suman los matices y el color local, que son mucho en la vida.
La costumbre o la gravitación de su cultura política no acreditan que el presidencialismo sea eficaz o ideal, o siquiera superior a sus alternativas accesibles…¡qué va! Pero esos elementos nos señalan que el sistema ha echado raíces profundas. Si nos ponemos cargosos, más hondas que las de las monarquías constitucionales en Europa Occidental.
El gobernador de Santa Cruz Néstor Carlos Kirchner era un hombre ambicioso y voluntarista, que confiaba mucho en sus fuerzas. Provenía de una provincia patagónica muy extensa y poco poblada, atípica como casi todas, sita al sur del sur, donde el frío se hace sentir.
Confiaba en que llegaría a ser presidente a partir de 2007, una hipótesis de trabajo que pocos años atrás daba la impresión de lindar con lo imposible. Una combinación triste y sorpresiva de contingencias le permitió asumir antes, en 2003: la crisis más honda de la historia nacional posibilitó que Kirchner llegara a la Casa Rosada.
Era ceñudo y desconfiado como saben ser los montañeses; aquilataba experiencia de gobierno en un territorio notoriamente más chico y mucho menos diverso que la nación entera. Era un tipo irónico, trabajador, obsesivo, afectuoso cuando se lo permitía su timidez atávica.
El desempleo era altísimo en el país. El aparato productivo estaba desmantelado. De modo consciente –suicida–, se había desbaratado al Estado benefactor más expandido de América Latina.
Ese hombre, un presidente prematuro e inesperado, parido por una conjura de azares, comprendió. Leyó la coyuntura y supo qué era necesario hacer: tal la tesis de este libro.
Entendió lo básico y se hizo cargo. Lo ayudaron la templanza popular, la formidable capacidad adaptativa de los argentinos de a pie, una coyuntura económica propicia. En la medida en que estos recursos no dependían de una persona, cualquier otro u otra también hubiera contado con ellos, pero lo cierto es que Kirchner supo cómo combinarlos.
Quizás alguna vez los especialistas determinarán si la economía es o no una ciencia social rigurosa. Hmmm: aun si tal oxímoron fuera posible, la economía pura sólo sirve de insumo parcial para gobernar en un régimen democrático.
Los plazos electorales son rígidos y no concuerdan con los ciclos económicos o productivos. Un mandatario debe conseguir tiempo ganando en paralelo reputación y consenso. El mejor peronismo fue el que asumió que la aprobación mayoritaria se consolida merced a la satisfacción creciente de las necesidades, el surgimiento de otras y la ampliación de los derechos.
Ser peronista le valió de mucho a Kirchner. Como había hecho Juan Domingo Perón durante sus primeros gobiernos, él logró construir una modalidad de política económica. Captó que arrancaba con un nivel de aprobación bajo y con relativamente pocos recursos en la caja estatal. Lo sobreexigía un tiempo cruel para validar lo que había recibido: un voto incrédulo, minoritario, condicionado a pruebas de amor urgentes.
Arturo Jauretche, el ensayista que mejor logró explicar el movimiento nacional-popular, lo escribió a mediados del siglo XX. Al referirse a la primera presidencia de Perón observó que para ser popular y revalidarse por medio de las arduas reglas democráticas es imprescindible mejorar la vida de los ciudadanos-votantes.
Jauretche comparó el método que eligió el peronismo con el de los socialismos reales y también con el de las vertientes del capitalismo desarrollista: “Postergar el desarrollo de la industria liviana a un hipotético desarrollo de la industria pesada significaba destruir la base de sustentación democrática de los gobernantes. Surgidos estos de la voluntad de un pueblo en ascenso, se pretende que frenaran las formas de producción que originaban ese ascenso, tal vez por simple imitación del sistema aplicado en los regímenes totalitarios. [Adolf] Hitler podía imponer coercitivamente sacrificios de esa naturaleza, como el de “menos manteca y más cañones”. También Stalin lo hizo en sus sucesivos planes, pero esa política era impracticable en la Argentina, además de disparatada”.
Al comenzar su mandato, Kirchner explicó que, para delinear un cambio, serían necesarios diez años como mínimo. Diez años significan dos mandatos presidenciales y medio: la descripción deprimía o sonaba a baladronada.
Sin embargo, se pudo. Porque él supo. Fue el tipo que supo. La carta de ruta de un proyecto político en un país emergente no es un mapa definitivo, sino un esbozo. Se debe retocar a cada rato por motivos buenos o malos. Cualquier decisión –incluso la que termina por resultar virtuosa– apareja contraindicaciones. El mejor de los caminos puede desembocar en una calle sin salida. Lo previsto topa con la emergencia; la realidad fluye. Recalcular es el plato del menú mejor concebido.
Kirchner supo que había que poner en pie el sistema productivo, crear empleo masivamente, elevar el consumo. Tales herramientas colisionan en algún punto con la previsión, el ahorro, la planificación estricta. Toda gestión debe esforzarse para conciliar esos objetivos de manera óptima… No es sencillo: cuando no hay una compatibilidad del ciento por ciento, cuadra elegir lo real disponible, no el ideal inaccesible. La economía política democrática orienta bien.
El tipo lo entendía. Quizá por eso hablaba tanto de la autoestima.
Fidel Castro, todavía en la presidencia de Cuba aquel 2003, fue uno de los invitados al juramento de Kirchner. Los gobernantes de izquierda y populistas de la región marcaron el tono de la ceremonia.
El 26 de mayo Fidel debía hablar en el Salón de Actos de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Exótico el ámbito, conservador por linaje. Los convocantes se equivocaron: resultó muy pequeño para contener a la multitud.
Con la organización rebasada, Fidel fue invitado a hablar en las escalinatas de la facultad, ante una masa que llegaba como un aluvión incesante. Habló durante horas, sedujo como tantas veces antes frente a los públicos más diversos. Usó la palabra “autoestima” tres veces en un fragmento del discurso.
Cuánto sufre un analfabeto, no se lo imagina nadie; porque hay algo que se llama autoestima, que es más importante, incluso, que los alimentos. La calidad de vida es otra cosa, calidad de vida es patriotismo. Calidad de vida es dignidad, calidad de vida es honor [aplausos y exclamaciones]; calidad de vida es la autoestima que tienen derecho a disfrutar todos los seres humanos.
Kirchner la incorporó a su vocabulario. Ni el diccionario tradicional del marxismo ni el lenguaje peronista la incluían entre sus términos clave: pertenecía más a los dominios de la psicología o de la autoayuda. La lectura de aquella crisis cuasi terminal de finales del siglo XX la convirtió en un concepto pertinente y necesario.
La desocupación creciente, la pérdida del valor de la moneda, la erosión del Estado habían dejado secuelas perceptibles en la vida cotidiana de los argentinos. Había familias enteras que carecían siquiera de un miembro con trabajo; hubo hijos que crecieron sin ver trabajar a sus padres.
Los varones, que habían encarnado el papel de los jefes de hogar, padecieron hondamente la desestructuración de su existencia. Era imposible reproducir lo que habían aprendido de sus padres, la realidad se los negaba y se volvía incomprensible. La depresión, el alcohol y la violencia disgregaron a las familias.
Por su parte, las mujeres –reseñan la crónica y la sociología acelerada de aquellos años vertiginosos– supieron reconvertirse, capacitarse y responder mejor a la crisis. Quedaron al mando de nidos monoparentales donde la comida siempre resultaba insuficiente. En la Argentina, esa experiencia era ignota, y su grado de expansión, inverosímil.
Los comedores comunitarios, las ollas populares y las cooperativas que sumaban nada más nada y obtenían algo fueron obra de estas alquimistas de la crisis.
El paliativo trasuntaba el potencial comunitario y organizativo de una base trabajadora que debía asegurar la comensalidad familiar, la mesa de los argentinos. Hasta las escuelas públicas privilegiaron el comedor, la asistencia acuciante. Los maestros actuaron como trabajadores sociales: la función docente quedó relegada, de manera tan razonable como indeseada.
Las mujeres, más despiertas y dinámicas, fueron mayoría entre quienes se anotaron en el Programa Jefas y Jefes de Hogar Desocupados, el primer programa de ingresos para personas sin trabajo formal.
La autoestima era irrecuperable si el crecimiento y la redistribución de la riqueza se postergaban hasta un futuro impreciso. La misión era concretarlos en el menor tiempo posible. El resultado no equivaldría a una perfección virtual e irrealizable. Gobernar es jerarquizar: lo mejor o lo menos malo según el momento.
Crecer a tasas chinas, redistribuir desde el punto de partida, crear empleo fueron las vigas de la estructura. Kirchner no era un arquitecto refinado, pero sí un constructor experto o un maestro mayor de obra capaz de pensar una casa sólida, que luego se podría ampliar con un cuartito al fondo.
Para comprender hay que ver.
Y para ver hay que saber mirar.
Kirchner comprendió mejor que nadie la crisis de 2001, interpretó ese índice inexorable del “dolor país” sobre el que escribió Silvia Bleichmar. Un dolor país que era colectivo y permeaba las sagas familiares.
El mandato era salir rápido de ese Infierno y navegar la etapa del Purgatorio. Esa frase-eslogan del presidente reflejaba una obsesión; nuevamente, la metáfora del barco que no hay que dejar encallar ni naufragar.
Si es cierto que hablaba a borbotones cuando narraba o daba su visión de la coyuntura, y que desplegaba números sin pulcritud, agregando un cero a las cifras o valiéndose de redondeos y aproximaciones, también lo es que mantenía claros los conceptos.