Búsqueda espiritual en el desierto mexicano


¿Cómo pega el peyote?

Desde el DF mexicano hasta el desierto de Wirikuta para probar el "hikuri" o "peyote", como le decimos los gringos a ese cactus sagrado, medicinal y alucinógeno, Esteban Feune de Colombi peregrinó la ruta ancestral. No pedía lluvia, hijos ni una buena cosecha de maíz, como piden los indios allá. Su búsqueda: desintelectualizar su bienestar occidental, urbano y burgués.

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“¿Vas a buscar hikuri?”, me preguntó la flaca junco de la galería Labor. Estábamos en el estreno de una muestra de Pedro Reyes en la que se exponían litófonos, instrumentos de percusión hechos de piedra cuyos sonidos experimentales, creados por el grupo Tambuco, me hicieron sentir en una ceremonia.

Antes que nada yo busco, y no como un lince sino más bien como un caracol, alguien que en Ciudad de México me diga cuántos pares son tres cuartitos en materia de peyote. No había aprensión, sí serenidad: necesitaba confiar en lo que Artaud llamó, en su medular Viaje al país de los tarahumaras, una “cultura en carne”, cultura que, por cierto, lucía higiénica en la exhibición que le dedicó el Museo Tamayo, lejos de las fuerzas del subsuelo que hierven crudas, pero esa es agua de otro pozo.

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Peleado con los surrealistas, el más cuerdo de todos los locos o el más loco de todos los cuerdos abandonó en 1936 el fingimiento occidental y partió a la caza de mundos dobles o triples, de rituales que lo devolvieran a su ser primordial. Los encontró –una cosmogonía latente y cruel y sardónica, simbolizada en Moctezuma– en el estado mexicano de Chihuahua, viviendo con los indios tarahumaras.

Entre atonalidades, rasgaduras y mezcal mi olfato asoció rápidamente “peyote”, que era como lo junaba, con “hikuri”, que es como el actor y poeta marsellés llamó al cactus medicinal en su libro. Así le dicen los indios wixárikas –o “huicholes”, derivación del náhuatl que llegó intacta al castellano– que peregrinan todos los años en ayunas desde los estados de Jalisco, Durango y Nayarit hasta el desierto de Wirikuta, donde para ellos el sol salió por primera vez.

A pie, en camión o a dedo marchan 400 kilómetros para reconquistar sus raíces, reconectar con deidades ancestrales y recolectar el mágico botón rastrero –lophophora williamsii– que usarán, de vuelta en casa, en múltiples liturgias para pedir por lluvia, por fertilidad, por maíz.

La flaca junco de poncho escocés y labios paspados me susurró al oído bajo un ahuehuete: peyote le dicen los vecinos del Norte, arranca a caminar a las 4 de la madrugada con dirección a Wirikuta, no vayas en auto, es un desierto gentil y generoso, haz una ofrenda porque siempre hay que hacer ofrendas y porque la vida en definitiva es una gran ofrenda, sé cuidadoso al cortar la planta así vuelve a crecer, deja un espejito o tu bufanda o una mandarina en la raíz cortada, el hikuri es el abuelo y la ayahuasca la abuela y entenderás a una con la ayuda del otro, saca a relucir tu modo “argen” y ten por las dudas unos pesos encima, no estás en época y qué bueno, duerme en el espectral Estación Catorce y no en el turístico Real de Catorce, lleva tu Opinel… “¿cómo que no llevas una navaja Opinel?”.

“Estarás bien”, dijo la flaca: entonces levantó la vista, enfocó a mi amiga Domitila, tensa por mi viaje, y se lo prometió: “estará bien”.

* * *

Encaré la ruta el mismo día que Artaud desembarcó en Veracruz, un 7 de febrero: en mi caso, 82 años más tarde y no a Chihuahua sino a San Luis Potosí. Un 11 de enero el francés zarpó desde Amberes en el Albertville con proa a La Habana, desde donde le escribió a su amigo Barrault: “Hasta el presente los horóscopos y mi fe íntima no me han hecho equivocarme y prueban que México me dará lo que debe darme”. Apenas bajó del barco en costas veracruzanas el destinatario fue Paulhan: “Llego a México un viernes y un siete y estamos en febrero del 36… parece que desde el punto de vista material ya no debo inquietarme”.

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Yo tampoco me inquietaba. Reservé por Booking en Estación Catorce, cargué la ruta en el Waze (620 kilómetros, 8 horas de viaje), Hertz me premió con un Hyundai mejor del que había alquilado y adorné con 500 pesos al policía que me inventó con pocas luces una sospechosa infracción a cinco minutos de haber salido. “Veo que está inconforme”, me dijo antes de insinuar la cometa. Lo decreté un aperitivo del azar: si me pasó entonces, no pasará de nuevo. Hay que creer en esas cosas.

Por la autopista –en la dislexia que no tengo esa palabra siempre muta en “autopsia”: algo tendrá esto de abrir venas con un bisturí por un país extranjero– leí carteles que ponían “ya bájale” o “este camino no es de alta velocidad” o “conduzca con precaución, su familia lo espera”. Los mexicanos manejan salvajemente. “Aquí hay pedos de monja”, leí entrando en San Miguel de Allende, donde pasé la noche. Me sorprendió constatar que en todas las estaciones de servicio vendían packs de cervezas frescas y ofrecían copiosos desayunos de chilaquiles verdes, mis preferidos.

Atravesé localidades de bautismos exóticos: Jofrito, La Mantequilla, Guadalupe del Carnicero. Como un entomólogo me apropié de esas gemas fascinado por el hecho de que hablábamos, ellos y yo, el mismo idioma, aunque tan distinto en mil aspectos. Las vulcanizadoras eran gomerías y “un chingo” para “mucho” y “padrísimo” significaba “genial” y “playera” se convertía en “remera” y a los sándwiches les decían “tortas” y “ahoritita” venía a ser algo así como “ya mismo”, que en realidad era casi nunca, y “les vale madre” quería decir que les daba igual. Me hacía entender, pero aun así.

Precarias cafeterías La Tía, Mariloy, Lupitas, El Callado, Chuckis o Kristys, una pegada a la otra saliendo de Matehuala: casetas de concreto junto a camiones Kenworth, International o Freightliner, de diseño yanqui y rebosantes, además de conductores de F100 o Chevrolet C10 con sombreros rancheros, botas de cocodrilo y jeans Wrangler. A la redonda, una campiña austera con plantaciones de cactus y nubes bajas y Tom Waits que sonaba en mi cubículo surcoreano con “Christmas Card From a Hooker”. Después “Romeo Is Bleeding” y, resuelto, ya todo el álbum Blue Valentine, rutero cabrón y qué bien envejeció. Las carreteras muestran al pelo la identidad de una nación, tanto como una canción el alma de un músico.

Nos sometió la misma corona y aun así platicamos en otro canto. Ni hablar de la comida: el hábito del frijol, las tortillas o el picante en horarios ni idea. De todas maneras me seguía alucinando que a 10 mil kilómetros de donde nací me estacara en la mitad de la nada, pidiera un café en mi galimatías porteño y me entendiesen. Por lo tanto conversábamos afablemente del clima o del tío Trump, filiaciones de letras y sonidos que nos emparejaban aunque me tirasen “hello” apenas me vieran, sin verme, para luego sanarlo con el tierno “güero”, güero por rubio.

* * *

Estación Catorce es un pueblo rulfiano de unos mil habitantes con las montañas a sus espaldas, el tren de carga en su cintura y el desierto a sus pies. Camino al cementerio –adoro visitarlos– crucé en cámara lenta las vías y conocí a Filiberto, el banderillero, que tallaba mansamente una gomera (“resortera”, para él) junto a una perra fuliginosa. La escena era digna de El llano en llamas.

Cuando me estaba contando que el tren de pasajeros no circulaba desde hacía cuatro décadas, un rumor lluvioso hizo crepitar su walkie-talkie. Desenfundó un cuaderno espiralado y se acercó a los rieles, que presentían con un cosquilleo el paso y el peso de los 120 vagones de granos, carros, línea blanca o bicicletas. “¿Vienes a buscar peyote?”, quiso saber Fili cuando anotaba con birome el número del convoy, la hora y el día.

San Esteban se llamaba el descampado de cruces de alambre y madera, igual que el caserío cordobés que visito desde que nací, segundo hogar: de ahí mi nombre. Serpenteé por las tumbas –más que tumbas, jorobas de barro húmedo coronadas por flores plásticas– entre Adelaidos, Cristinos y Magdalenos. Y varios Esteban, concomitancia que me hizo fabular en un escalofrío: ¿será que acá muera y que acá renazca? Se oía el recital de una moto cansada con algunos balidos. Hacia el fondo del cementerio quedaba libre una especie de espacio para los próximos muertos y en una tapia de adobe leí el epigrama budista “la mundanal grandeza empieza y es polvo”.

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El celular se anunciaba sin servicio cuando caí en la posada, a un kilómetro del cruce de vías y bordeándolas, pasando por una torre de antenas, un corral de vacas escuálidas, tractores en desuso y una fábrica abandonada. Había varios sombreros tejanos en el techo revocando al ritmo de Los Johnny Jets mal sintonizados en la radio. Miguel, el capataz, me recibió primero con su bigote pinnípedo y después con un apretón de manos.

Catorce cuartos pintados a la cal, deshabitados menos el mío. Miguel me dio la contraseña del WiFi tortuga y me contó que estábamos en temporada baja, que por eso el frío, que retenía en su memoria a unos japoneses que tomaban “el captus” –que a él no le interesa probar– en su cuarto para mirar luego el atardecer en silencio, que nació acá hace 44 años y nunca se movió, que ayer “la ley” agarró a un “chavito” con 350 cabezas de peyote para comercializar, que trabajó en una tienda en la que los huicholes compraban toros para sus sacrificios, que su amigo Andrés me podría venir a buscar y llevarme al desierto…

La víspera sentí que la planta se filtraba en mí por ósmosis. Un ferrocarril madrugador zarandeó la cama y yo me movía como una yarará con fiebre, al tiempo que la cena bailaba su rap estomacal. Náuseas. Picores en el cuerpo. Tembleques. Eran las tres de la mañana. Me descosía del acelere del DF y el desierto me inoculaba su roncería. Recordé a la pareja de gestos opiáceos que me había vendido unas gorditas rellenas con nopal mirando fijo una telenovela noventosa, los dos en conjunto de jogging, y me dormí.

* * *

A las 6 en punto de la mañana apareció Andrés, que hablaba en diminutivo. Como garuaba le pregunté si valía la pena meterse en Wirikuta un día así. Me aseguró que “allá abajito” no llovería. Por si las moscas reforcé mis capas de abrigo. Cargué el morral con agua, frutas, chocolate y un cuchillo Tramontina. Íbamos en un VW Golf decididamente antediluviano. Encaramos la ruta desértica, recién asfaltada, y pasando el cementerio anduvimos unos 20 minutos. Los postes de luz estaban numerados, así que memoricé aquel frente al que nos detuvimos, sobre la banquina: el 55.

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Nos doblamos en dos ante un alambrado de púa –extraer peyote es delito federal– y entramos en ejido ajeno. Andrés me contó que de “chamaquito” cuidaba cabras y así conoció “el campito”. Se movía fichando el piso, sorteando espinas, nombrando plantas (gobernadora, hoja zen, biznaga, lechuguilla, albarda, palma china… y yo iba con la cabeza en el final del poema de Gary Snyder que dice “stay together / learn the flowers / go light”), hasta que soltó “aquí hay medicinita”. Aprendí a detectarla: rodetes verdiazules que había visto en fotos, protegidos por el tasajillo, otro cactus.

Antes de despedirnos traté de grabar dónde estaba parado. Mi guía me sugirió que anduviera por la zona, lejos del camino y del invernadero de tomates, propiedad de un peligroso ex gobernador. Caminé un rato sin apuros hasta que encontré mi primer peyote. Por sugerencia de la flaca lo dejé ir y corté el segundo, que tardé en localizar. Lo hice con sumo cuidado, dejando ilesa la raíz, que tapé con tierra. En su lugar instalé una mandarina y una carta que escribí con lápiz rojo:

“Soy conocedor de la abuelita y tuve a dos, distintas en su amar, pero soy inexperto contigo y con los abuelitos que no tuve, aun si los siento cerca, muy cerca. Me entrego a tus sabias manos porque vine hasta acá convencido de que este era –es– el camino indicado. Si bien no podría explicarlo, lo percibo de forma vibrante. Vengo a vibrar con vos en tu sitio milenario, donde tus fieles ven el primer rayo del sol que inauguró el mundo, donde nacés y donde morís. Me suelto en este momento de mi vida a lo que me proponga la búsqueda espiritual que inicié hace unos años. Agradezco y celebro esta oportunidad inigualable de dialogar con vos en Wirikuta, rodeado de naturaleza y sabiduría. Te pido por mí y por la gente que quiero, por un mundo más amoroso y menos reactivo, por habitarnos con respeto y alegría. Escribir me hace feliz, así que estas líneas rojas son para vos y tu poderosa cosmogonía”.

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Le saqué unos pelitos al peyote, cuyo diámetro era similar al de un alfajor, lo limpié y lo fui masticando con los mordiscos que le robé a una banana. De pronto se puso a gotear y me rodeó una neblina bastante densa. Miedo no tenía. No se escuchaba nada. El efecto tardaría en caer, de modo que corté otro hikuri de varias cabezas y lo comí: de tamaño afín al primero, me supo más astringente, más terroso, más difícil.

Como la lluvia persistía, decidí salir a la ruta y volver a pie, por largo que fuera el trecho. Parecía Harry Dean Stanton en Paris, Texas, si bien no huía de nada ni de nadie. Al toque le mostré el pulgar ventoso a una ermitaña pick-up y el conductor me hizo señas para que trepara a la caja.

Las plantas se adentran en el cuerpo de cualquier manera. No de cualquier manera sino a su manera, quiero decir. Uno puede estar preparado, pero nunca del todo. El viaje no se elige: llegué a Estación como por un tubo y me dieron lo que me correspondía. La cosa es un constante ida y vuelta, aunque a veces luzca sin retorno. Quizá aterricé en Antananarivo o en mi propio infierno.

“Tranquilo”, me decía en la caja de la Dodge, bajo el chaparrón, mirando la nuca del granjero, sus anillos al volante; “tranquilo, de esto se vuelve y para volver sirve estar preparado”. Recibir, agradecer, despedir. Occidentales y urbanos, nosotros tabulamos e intelectualizamos y esta sabiduría primitiva se mueve por otros canales del cuerpo, de la mente. La corteza con la savia, el exterior con el interior: duele ponerlo en palabras.

Ya en Estación, serían las 10 u 11 de la mañana, la gente me daba los buenos días, pero me miraban como a un ovni que acababa de posarse sin aviso en Comala. Otro ovni, digamos: estaban acostumbrados. Caminé hasta el hotel. Apenas llegué me desvestí y me metí en la ducha. Tardé en entender si el agua estaba fría o caliente. Ahí empecé a percibir los efectos de la medicina.

* * *

Me acosté en la cama. Hecho de jalea, el cielorraso de la habitación se derretía y se desmoronaba en gorgoteos por las paredes. Entonces escribí:

“Olor a eucalipto o a menta o a mí: mi olor, mío, en este movimiento de dentro hacia fuera que no me pertenece. Por humanos que parezcan, ‘frío’ y ‘caliente’ son vocablos que no bastan. Esto que escribís al margen de lo que escribirías es tu puerta de entrada a una instancia superior no por arribísima sino por más allá de tu estructura física y en ella, como un radar conectado a la tierra, ¡un reptil!, la cola al suelo y la lengua al cielo. Charlar con las urracas de cómo los rieles adivinan, tiritando, el runrún de la locomotora antes de que los aplaste. Conexión de la serpiente: el hierro que gira, amaestrado, y vuelve sobre sí. El desierto es una iguana con piedras que trazan truenos, relámpagos. Siento el todo por debajo, en el pellejo, la cadena antiquísima que venimos a continuar. Los vagones se balancean como funámbulos sobre el hilo de acero, potencia de aleaciones unidas en el engranaje de mi columna vertebral, que se retuerce parecido”.

Salí a dar unas vueltas y pesqué la energía viril y sexual del peyote, menos vueltera que la ayahuasca, una liana que se cocina en la selva. Masturbé con los dedos a una orquídea silvestre, el pistilo que lamía las gotas del aguacero. Me miraba los ojos por dentro y comprendía, sin juicios, la unidad presente, indivisible de mi ser en un paisaje tan poco fotogénico que no admitía distracciones. Me detenía en los poros de la piel, sedientos, y celebraba estar vivo en cada uno de ellos. Mis uñas tenían mil años y a través de ellas me conectaba con mi abuelo escultor, que no conocí.

Escribí: “En este predio de temblar, hombre del medioevo, no hay vértigo en un tiempo que parece quieto y ancho, que sucumbe y resucita”.

* * *

Eran las 8 y a la sombra de un pirul añoso, árbol idéntico a nuestros molles, trepé a un Willys del 52 amarillo patito. Cuñado de Miguel, Margarito Gallegos me ubicó en el asiento del copiloto y estampó la puerta con pasador: ¡ka-klánch! Yo seguía desclasificando los caudalosos archivos provistos por el hikuri, pero estaba listo para conocer Real de Minas de Nuestra Señora de la Limpia Concepción de Guadalupe de los Álamos de Catorce. “Real de Catorce” en su abreviación.

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El interior del jeep estaba forrado con variadas estampitas de Jesús, montones de rosarios y una oración: “San Francisco, haz que conduzca con prudencia y no lastime a nadie en mi trayecto; protégeme a mí y a los que van conmigo de todo mal y haz que lleguemos sanos y salvos a nuestro destino”. Con las montañas agigantándose en el parabrisas y el cielo barrido de nubes, nos abríamos paso entre corcoveos por una estrechez de adoquines que mordían el precipicio: cañadón angosto, riacho, chimenea de barro, halcones.

En el tramo más empinado nos pararon cuatro mujeres y con sus gallinas subieron de un salto al techo. La chata relinchó y volvió a ponerse en marcha. Los inventores del automóvil sin duda imaginaron algo del estilo, pensé: pasajeros meciéndose en una chirriante lata de sardinas al filo de la cornisa, tufo a nafta y aceite, el motor espoleando la sudorosa máquina.

Entendí la oración del conductor y me encomendé a ella sin persignaciones cuando otro Willys cargado hasta la maceta nos afeitó las costillas en su descenso, el sol reventándonos las pupilas. Si bien Margarito iba sin anteojos, sus vibrisas –otro bigote morsa, sí– se estremecían alertas como las de un siamés.

A tranco de hombre el paisaje se revelaba de otro modo, en un travelling a escala humana. La llegada fue épica. El pueblo aterrazado colgaba de la sierra como rasguñándola a 2.700 metros sobre el nivel del mar. Pasábamos a un centímetro de los coches, la gente, los caballos. Algo me acercaba emocionalmente al siglo 18, cuando la mina transitaba su apogeo y los esclavos embutían de mineral los carros que, tirados por bueyes, fatigaban estos mismos caminos. Cuánto más bellas son las ruinas que los remiendos.

Me encaró Zacarías, un guía que me propuso cabalgar al Cerro del Quemado. Acepté de una. En media hora perdimos el sonido de radios y cocorocós y galopábamos en la cima de un pico escondido detrás de otro, detrás de otro y así, en bandoneón. En determinado momento nos apeamos, los alazanes se quedaron pastando y ascendimos por un sendero repleto de simbolismo, pasando por un círculo ceremonial de piedras concéntricas, hasta el diminuto templo vigilado por un indio huichol.

Lucio, el joven wixárika –la “x” es una doble r– de ropas alegres, fabricaba aros y collares apuntalado en el tronco de una palmera. Al principio reservado, luego me contó, con vistas al desierto en el que había estado ayer, que allá abajo nació la leyenda del venado que partió al mar en busca de unas buenas plumas. En su huida fue detenido y amarrado y se zafó con la ayuda de una rata para volver acá, al Quemado. Su voz lúgubre, pero etérea, dijo: “Caminando en chinga el venado hundió las patas y perdió los pelos. Donde dejó su alma crecieron los peyotes, que vienen siendo como su carne, su alma con el dibujo de las pezuñas”.

Le pregunté cuál era su nombre en wixárika –palabra que designa alternadamente a un curandero, un adivino, un agricultor y a aquel que se viste en honor de sus antepasados– y me contestó que Wuitía, que definió “muévele: tocar un instrumento, tocar una cosa, tocar una persona”. Al saludarme me dejó en claro que este cerro, al que definió como “el patio del desierto”, era un lugar de ofrendas, y me deseó “buen camino, órale”.

* * *

Volví a despertarme al alba y encaré la ruta hacia Wirikuta a pie, en calma. Pasaba un auto cada muerte de obispo y el segundo, un Nissan Tsuru, frenó delante de mí e hizo marcha atrás, uiiiiiiií como un disco rayado. El tipo que manejaba se ofreció a llevarme hasta el poste 55. Subí y, al llegar, me sugirió que entrara por la derecha, que era su campo, que no tendría problemas, ¡que si quería comprar tierras! El cielo traslúcido, casi terso. Con la mirada traté de situar la punta del Quemado, allá donde había conversado con Lucio.

El morral con frutas, agua y el cuchillo. Vi el Nissan irse y me aparté de la ruta. Pedí permiso al desierto y la primera pezuña, carnosa, tardó tanto en mostrarse, que supuse que no se mostraría nunca: el sol en lo alto la volvía por poco invisible, al revés de un día encapotado. La pasé de largo y las dos siguientes, que rebané con sutileza y sustituí por mandarinas, fueron a parar directo a mi estómago. Hubo una tercera que decliné por elegancia.

Pateé durante un buen tiempo, me acosté sobre piedras, hablé con las plantas, estuve a punto de vomitar, me obsesioné con el silencio y emprendí la vuelta cuando se acababa el agua y el calor arreciaba. Desanduve la ruta durante siglos. Llegué a sentir que la suela de mis zapatos se evaporaba y que andaba descalzo en el betún flamante, capas y capas de generaciones apiladas antes que yo.

Me cubrí la cabeza con un pañuelo y, cuidando de no deshidratarme, tres horas después me desplomé en la cama. “Todo es como debe ser: humano, humano, humano; ¿qué clase de medicina soy si no te vengo a incomodar”, me indicaba el hikuri entre millones de patitas de ranas fosforescentes que se prendían y se apagaban unas a otras como faroles en las tinieblas.

Las cosas se derretían otra vez para aflojarse y encastrar de nuevo acompasadamente en un soplo –quetrén, quetrén– con un grado de belleza y gracia inconmensurables. Cuando picó el hambre fui al pueblo. Todo parecía muy sucio, pero en un punto eso quedaba relegado: ¿qué importaba mi estética burguesa? Balando, un cabrito recién nacido me seguía por la calle.

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“Toda una vida de vivir”, dijo Margarita cuando le pregunté por su edad. Tenía 88 y desde los 14 prendía las hornallas de Tokio, su módica taberna, y echaba láminas de “bisté” a la sartén. Me trató como a un nieto, me cocinó y me mimó. Cada sorbo del agua con gas Topo Chico me hacía ver las estrellas. Ladridos, ¿un avión?, boleros, grillos, vacas y motores se confabulaban en una orquesta del mejor de los teatros, el teatro de lo habitual. La vaca mugía como siempre mugió, la moto chillaba como nunca no chilló.

Estación se extinguía detrás de la montaña y gracias, gracias por semejante magnitud pequeñísima. Besé los rieles y agradecí la humanidad, el progreso y la furia y me animé a bailar como un adolescente errático sobre ellos, todavía tibios. El tren deglutía sus sombras con el último envión.

Fotografías: Esteban Feune de Colombi