Ojalá que te agarre una cagadera feroz.
Ojalá. Ojalá. Ojalá.
Repito el deseo silencioso como un mantra para soportar la lluvia y la bronca mientras veo cómo el cliente de la calle Boulogne Sur Mer regresa al ascensor con sus ñoquis a la bolognesa. Vuelve rápido y seco. Yo doy un paso hacia la vereda y vuelvo a empaparme. Las gotas repiquetean pesadas sobre mi campera de hule. Todavía no tengo el piloto naranja. Eso va a pasar en unos días, cuando cumpla con los 15 pedidos entregados. Ahora cierro la caja-mochila de telgopor y se escapa la última bocanada cálida que dejó la pasta antes de irse. Caliente y a tiempo.
Dentro de algunas semanas, Rappi me pagará 50 pesos por ese envío. El cliente no me dejó ni un centavo de propina.
En Rappi no hay tiempo para furia. O sí: arriba de la bici.
Ya tengo otro pedido. Retirar en Palermo, entregar en Recoleta. Me calzo la caja naranja en la espalda. El cronómetro de la aplicación Soy Rappi me dice: “Tiempo para llegar a la tienda, 8 minutos”. Y contando. Son casi las 21 de un jueves de septiembre. Me voy del Abasto. Llueve apocalipticamente. Entrego pedidos en bicicleta pero en la calle nadie se conmueve fácilmente. Mi trabajo recién comienza. La lluvia también. ¡Dale!
Antes de la lluvia, antes de los pedidos y del pedaleo frenético, las promesas de un trabajo libre, sin jefes ni horarios, de ganancias inmediatas, me llevan a una oficina de Villa Crespo, en Castillo al 1200. Es la primera que abrió la empresa colombiana Rappi en la Argentina, que llegó en marzo y crece más rápido que la inflación. Pocas semanas antes de que se publique esta nota inauguraron otra sobre la calle Paraguay al 600 y una tercera en Olivos. También comenzaron a operar en la provincia de Córdoba. Y lo hace en otras 26 ciudades de América Latina. A fines de agosto ya contaba con 9 mil rappitenderos en Argentina. O mejor dicho, 9 mil trabajadores no reconocidos. Hoy ya son más de 12 mil sin obra social, sin ART, ni vacaciones, ni seguro, ni beneficios de ningún tipo. Una cantidad similar de empleados tiene en el país la cadena de supermercados Walmart. El CEO local de Rappi, Matías Casoy, dice que los rappintenderos no son trabajadores formales sino “microempresarios porque disponen de su tiempo”. Walmart fue pionera en los eufemismos para calificar a sus empleados cuando aterrizó en el país en pleno menemismo. Los repositores recibíamos un chaleco azul con una placa que decía: “Asociado”.
Para formarse como rappitendero hay tres horarios, tres días por semana. En cada uno se amontonan entre 40 y 50 personas; casi todos hombres menores de 40 años. Hace un mes, los trabajadores organizaron el primer paro contra la empresa. Acá hay dos filas. Una para nosotros, los nuevos. Otra para los activos. Pregunto por la huelga. No tienen buena cara. Mi fila avanza mucho más rápido. “Abajo, al subsuelo”, ordena una chica mientras chequea los requisitos. “¿Tienes dni o precaria?”, me pregunta. “¿Precaria?, no entiendo, dni tengo”. “Eres argentino, ok, pasa”. Hay quilombo en la puerta. “Metete la caja en el culo; andá, andá a la concha de tu madre”. Un pibe sale furioso con la mochila-caja en la mano. Con el paso de los días voy a entender que se trata del objeto tesoro.
Sin caja, no hay laburo.
Para los bici rappintenderos cuesta 300 pesos. Para los que tienen moto, 500. En teoría es un alquiler.
Cuando decida no trabajar más -me explicará después un joven colombiano de la empresa- puedo devolverla y voy a recuperar la plata. Siempre que tenga el recibo y la mochila en buen estado. El pibe había perdido el papel. A los pocos metros la revendió a un compañero. “Es que no hay más. Dicen que van a traer pero recién en un par de semanas”, me cuenta el nuevo dueño, un venezolano, otro, de los tantos que conforman la mayoría de rappintenderos. Él también tiene la “precaria”, la residencia precaria en Argentina; el primer permiso de estadía que tienen los venezolanos apenas llegan y que se renueva cada tres meses hasta que les sale el DNI.
Las conversaciones en la puerta de Castillo giran alrededor del laberinto burocrático. El segundo paso es el monotributo. Rappi da 15 días para que lo presenten. Durante ese tiempo se puede trabajar y acumular dinero por los pedidos. Pero si el trabajador no logra obtenerlo, la empresa bloquea el usuario y no puede cobrar sus ganancias. Como le pasó a Johnny, también venezolano, que llegó hace un mes, arrancó en Rappi pero se perdió en la telaraña de trámites: “Hice siete mil pesos y no los puedo cobrar porque no entiendo cómo tengo que hacer con el monotributo”. Por 700 pesos, un estudio contable asociado a Rappi puede agilizar el papeleo. Johnny está alineado en la fila para consultas en Castillo al 1200.
Yo también voy a tener que volver varias veces para resolver los problemas cotidianos como laburante de esta aplicación. Faltante de mochila, cobros que no llegan, pedidos que no salen, usuarios bloqueados o recursos no activados. Para cualquier consulta y reclamo los rappitenderos nos clavamos más de una hora en la puerta de la oficina la espera de soluciones. Yo apenas lo voy a hacer por diez días.
En la vereda de Castillo al 1200 sólo hay un pequeño bicicletero. La entrada es un portón de hierro, aunque la hoja que se abre es tan angosta que pasa justo una persona.
Ahora estamos en el subsuelo. Somos unos 40 muchachos y una chica. No quedan sillas libres. Algunos nos sentamos en el piso. La charla la da Viviana. Comienza el operativo seducción. Viviana proyecta un powerpoint. Promete que no vamos a pedalear más de 3 kilómetros, nos explica la conducta del buen rappitendero, muestra las posibles ganancias y, sobre todo, nos va a entusiasmar con las bondades top. Trabajar sin jefes, la cantidad de horas que queramos y, por si esto fuera poco, contamos con los “beneficios de ser monotributista”. La filmina lo dice así: “Beneficios”. Y agrega un dato oficial para sostener los argumentos de la alegría. “En la argentina, el 40 por ciento de los trabajadores son monotributistas. Y nosotros queremos contribuir con Argentina”. Una de las proyecciones cierra con una extraña arenga para sumarse a Rappi.
No todo es dinero en la vida. Acá estamos también para “divertirnos y hacer amigos. Somos latinos”. Ok. La seguridad vial pasa ligerita. Así está bien, con casco y sonrisa. Así está mal, sin casco y sin sonrisa.
Durante la hora de instrucción y motivación tampoco queda claro cómo es que funciona realmente la asignación de los pedidos. La realidad va a demostrar que a veces es por cercanía al cliente, otras veces por cercanía al restaurante, a veces por puntaje, y muchas por voluntad de Rappi. Viviana nos dice que no nos preocupemos por la caja. Si queremos, la podemos alquilar. Si no, hacemos pedidos más pequeños. Le voy a hacer caso. No tengo 300 pesos encima. Error. Voy a tener que anotarme en una lista y esperar una semana para conseguirla. En ese tiempo voy a dar vueltas sin sentido por toda la ciudad, paciente pero desesperado, como un tiburón hambriento. Recién con la caja en la espalda podré cumplir con los diez días como rappitendero para contar esta historia.
La única oportunidad en la que se va a transparentar el velo de la falsa libertad será cuando Viviana hable de la “tasa de aceptabilidad”. Una vez que aparece el pedido en la aplicación de Soy Rappi, hay 30 segundos para decidir si se acepta o no el viaje. Cuanto menos pedidos se acepten, más baja será la tasa de aceptabilidad. Y cuanto más baja sea la tasa, menos pedidos aparecerán. Viviana vuelve a la sonrisa. “Rueden, tienen que rodar todo el tiempo. Así van a tener mejores oportunidades para que les caigan pedidos”. También tenemos que aprovechar los horarios pico. De 12 a 16 y de 19/20 a 24/1. Las ganancias por cada delivery van de 40 a 60 pesos, dependiendo -siempre en teoría- , de la cantidad de kilómetros. Si llueve, 10 pesos más. Si un trabajador pedalea velozmente durante cuatro horas en la primera franja, y otras cuatro horas durante la segunda, habrá recorrido entre 50 y 60 kilómetros. Sólo en un día. A fin de mes puede llegar a 20 mil pesos. Los fines de semana la paliza puede durar todo el día de corrido.
Uno de los presentes pide el documento poco antes de que termine la charla. Se va. Somos muy poquitos los argentinos en la sala. En Rappi hay una diferencia entre dos grupos no antagónicos. Los venezolanos, que conforman más del 90 por ciento de la tropa rappitendera y suelen dedicar todo el día a esta actividad. Y los argentinos, una clara minoría que suele usar la aplicación porque no llega a fin de mes con su trabajo formal. El paso final es la activación del usuario. Soy el Id 9133. Además de la identificación, es el contador de los rappintenderos inscriptos. Viviana nos da el único elemento que proveerá la empresa para comenzar a trabajar: una gorrita naranja con un bigote negro en el medio. “Ya pueden empezar”.
Pasaron dos semanas desde que me dieron la gorrita. Recién ahora consigo mi caja-mochila. Ruedo constantemente por los barrios recomendados. Palermo, Belgrano, Almagro, Barrio Norte. Nada. Pedalear cansa. Pedalear sin destino cansa el doble. Muchos se juntan en algunas esquinas; algunas plazas. Se congregan por colores de las aplicaciones. Los naranjas con los naranjas, los Glovo amarillos con los amarillos, y los rojos Pedidos Ya con los rojos.
Me llega un mensaje de texto. “Feliz domingo para todos. Tenemos muchos pedidos para vos. Te animás a repartirlos?”. Pero los viajes no aparecen. Los sms si.
Pregunto a los compañeros que me cruzo en la calle qué me conviene hacer. Si frenarme en un lugar o dar vueltas. Uno me recomienda. “Mira mi pana, tienes que ir a los restaurantes donde veas que se juntan los de rappi y ahí te quedas”. Lo hago. Nada. Sigo pedaleando.
“No, eso es mentira. Tienes que circular”, dice otro. Circulo. Nada. Vuelvo a Castillo 1200. Después de 45 minutos consigo hablar con un Rappi. Me da unos chocolates para entregar gratis a clientes potenciales. Se llaman Regalitos y por cada entrega en tres domicilios me van a pagar 25 pesos. “Te haces cinco (léase 15) y con 125 pesos te pagas el almuerzo”, me guiña el ojo y arriesga. “A ver si así se te destraba el usuario”.
Durante una hora y media reparto chocolatitos por distintos domicilios de Palermo y Colegiales. Recorrí 9 kilómetros. Hice 125 pesos, que voy a cobrar cuando Rappi me liquide las ganancias y haga la transferencia a mi cuenta. Eso puede tardar 15 días, con suerte y de acuerdo a un cronograma propio que tiene Rappi para sus proveedores. Seamos nosotros, los trabajadores, o los negocios. En la lógica de esta empresa de delivery, todos somos proveedores. Algunos ponemos el servicio y otros el producto.
La cadena se arma así. El cliente pide una comida por la aplicación y paga con tarjeta de crédito o en efectivo. El pago siempre es para Rappi, que a su vez le pagará al restaurante también a los 15 días, en un esquema similar al del trabajador, pero se quedará con un porcentaje del valor del producto. La encargada de una panadería coqueta de Palermo me explica: “Me conviene porque tengo llegada a más clientes. Incluso aunque gane menos porque el producto no sale más caro que si lo vienen a buscar acá y yo le tengo que pagar un 20 por ciento a Rappi. Tengo más publicidad y además no me tengo que hacer cargo de los pibes del delivery”.
Yo, mientras tanto, sigo dando vueltas sin destino fijo. Pruebo diferentes horarios, diferentes días. Es viernes a la noche. Voy por la bicisenda de Billinghurst. Llevo el teléfono en la mano. Suena distinto. “Tenemos un pedido perfecto para ti”, me dice Soy Rappi. Toco rápido la pantalla. “Jackpot, uiiiiiiijaa”. Viene de mi teléfono, que ahora parece un pinball. “Ganancia 40 pesos. Incluye propina y recargo. Tiempo y distancia total: 25 min / 5.0 km”. La propina y el recargó sumarán, al final de la entrega, 15 pesos.
Tengo que recoger unas empanadas venezolanas en El Salvador al 4400 y llevarlas a Recoleta. La aplicación me guía en una serie de pasos para que todos sepan dónde estoy y qué hago. Notifico primero que voy en camino. Al restaurante cuando llego. Al cliente cuando ya tengo los productos. Finalmente, aviso que entregué todo. Estoy listo para más.
Mi teléfono suena de nuevo. “Tenemos un pedido perfecto para ti”. Que emoción. Sushi de Recoleta a Palermo. Distancia 4.4 km. Ya pienso que todo es cerca. Pedal, pedal y pedal. A mitad de camino, teléfono otra vez. Una llamada. Dice un número que desconozco y abajo el origen: Bogotá.
-Hola Emiliano, soy Viviana, de Rappi. Tienes que ir a recoger un pedido. ¿Tienes caja?
Pensé en mi rappimentora, pero no podía ser la misma. ¿O si?
-Pero ya estoy en uno.
-No importa, puedes hacer el otro también. Te lo asigno.
La misión: retirar una pizza en Palermo y llevarla hasta Parque Centenario. De eso me voy a ocupar en un rato. Por ahora voy dale que dale con el pedal para resolver la orden anterior mientras hago malabares para que no se me estrole el teléfono contra el asfalto. Llego al local. Muestro el número de mi pedido. “En 15 minutos está”. Una eternidad. No hay chance de que llegue a tiempo. Al final la espera es menor. Quizá lo logre. Salgo en el aire con el sushi. Me recibe un pibe de uno 25 años. Paga en efectivo. Sobran 15 pesos y me los da.
Las órdenes de Rappi dicen que cuando el cliente paga en efectivo, el rappitendero tiene que ir a un Pago Fácil y devolver ese monto a Rappi. De lo contrario, se descontará de las ganancias. Si el monto de la deuda llega hasta los 2 mil pesos, el usuario será bloqueado. No voy a ir jamás hasta el Pago Fácil. Eso lo tengo clarísimo.
Ya estoy en carrera para el segundo envío. La pizza me estaba esperando lista en el restaurante. Es tardísimo. Abro la caja y cierro relámpago. El cronómetro de entrega está en rojo. Dale. Suena otra vez el teléfono.
-¿Qué es lo que pasa? Me dijeron que el pedido iba a estar hace una hora. Te escribí al chat y no me respondiste.
-Uy, perdón. Es que estoy arriba de la bici. Estoy a pocas cuadras. A cuatro, miento.
Me encuentra ella primero.
-¿Como supiste exactamente cuando estaba llegando?
-Te seguí por el gps.
Estoy controlado por satélites, me asignan y desasignan tareas desde un teléfono, me suspenden o me despiden desde una tablet, pero yo pedaleo una bicicleta para trabajar. Los nuevos modos de explotación parecen evolucionar de una manera bastante singular. El Siglo XXI a mano de las empresas, los trabajadores anclados en el Siglo XIX. El capital viaja en el tiempo. Podría ser la última película de Volver al Futuro. La más siniestra. El capitalismo moderno se desplaza con tracción a sangre. Economía de Plataforma, le dicen economistas y sociólogos. La uberización de la economía, dicen otros. Los trabajadores de Uber son la aristocracia obrera de las aplicaciones. Incluso la catalana Glovo, principal competidor de Rappi, parece más benévola con pagos por minutos de espera o incremento de las ganancias por kilómetros. La uruguaya Pedidos Ya, con sus trabajadores en blanco, pago extra de mil pesos por tener bici propia y otros beneficios, es la más deseada entre los repartidores.
Como llegué después de los 35 minutos en el último pedido, Rappi le bonificará el delivery. Suena de nuevo el teléfono. “Tenemos un pedido perfecto para ti”. Estoy con suerte hoy. La próxima parada es en un restaurante de Palermo. De ahí a Barrio Norte. Llego rápido. Ato la bici. Entro. Paso entre las mesas. Veo la cara de pánico de la moza. “No, no, por afuera rappi, por afuera”, grita. No me di cuenta pero de repente me convertí en un dromedario fluorescente sin conciencia de su joroba.
Es domingo al mediodía. Comienza la primavera. Ya estoy canchero con los pedidos y los horarios. “Tenemos un pedido perfecto para ti”. Calle Malabia, Palermo. Es una heladería. En la puerta me recibe un cartel. Dice: “Les pedimos gentilmente a los chicos de Rappi esperar los pedidos en Plaza Armenia para que nos ayuden a mantener la tranquilidad característica de este barrio”. Los heladeros me cuentan que hace poco vinieron los vecinos con la policía porque los pibes “rancheaban en la puerta”. Quiero chequear la historia. En la esquina pregunto a unos rappitenderos “¿Quién te dijo que no podés esperar en la puerta? Vos esperá, no pasa nada. Eso de la policía pasó hace mucho. Cualquier cosa me decís ¿estamos?”, me dice uno. “Gracias loco”. No tengo por qué, pero me siento protegido.
La solidaridad de clase entre los naranjas se siente. Cuando las piernas no te dan más, tenés hambre, llueve, y no te dieron un mango de propina, cruzarse un saludo con un compañero se convierte en una bandera en lo alto del frente de batalla.
Llega otro sms. “La noche está como loca, y vos como venís? Conectate, repartí y gana”. Pero hay pocos pedidos. Hago una parada técnica en un bar italiano de Almagro. Es un lugar amigo. Me detengo a charlar con la dueña y un amigo. Están sentados en una mesa sobre la vereda. Converso sentado en la bici, listo para arrancar. Me comparten una copa de vino blanco. Llega una pareja. Saludan a los dos con un beso a cada uno. “Hola, que tal”, me sumo. No hay respuesta. Tengo una caja naranja de casi medio metro cuadrado en la espalda pero no me ven. La noche está linda. Cae más gente. Otra pareja. “Hola, que tal”. Sigo sin aparecer. Algo parecido me sucede un mediodía en Palermo. Ruedo en busca de pedidos. Está difícil hoy. Veo una cara familiar en la esquina de un restaurante. Subo con la bici y simulo que lo voy a chocar. Es un reconocido periodista de policiales con el que compartí una redacción. Me mira absorto durante varios segundos. No sabe quién soy. “Ah, no te había reconocido. Casi saco el chumbo ja ja ¿Estás...en esto?”. Es que las colaboraciones no alcanzan, la calle está jodida. Viste cómo está el periodismo.
Cambio de días. Trabajo al mediodía. Trabajo de noche. Trabajo día y noche. Con y sin lluvia. No importa si hay tormenta o un sol radiante. La propina siempre será escasa. A veces la suman al pedido on line. Otras me la dan en la mano. Nunca supera los 20 pesos. La marea del gps y el extraño funcionar del algoritmo me arrastran una noche desde Palermo hasta Belgrano R. De ahí a Palermo otra vez, para ir después hasta Barrio Norte. Un pedido extraño. Tengo que retirar en un kiosko 24 horas y entregar en el centro. Son las 1230 de la noche. El kioskero tiene demora. El pedido no le llegó a la tablet. Todo va a demorar más de lo previsto. Exagero al cliente que todo va a tardar un montón. Quiero que lo cancele. Me quiero ir a mi casa. Estoy dando vueltas desde las 20. Metí cinco pedidos de 4 kilómetros cada uno y no paré ni para comer. Gané 300 pesos. Es decir, dos birras en un bar. Para hacer dos pedidos por hora hay que pedalear como si fuera el fin del mundo. Y que todo funcione como un reloj. Que el restaurante tenga preparada la comida, que el domicilio sea fácil de llegar. Y sobre todo, cerca. A menos que se haga en moto. Hay motoqueros en Rappi, pero la mayoría trabaja en bicicleta.
Este cliente lo quiere igual. Llego casi a la hora. Son 10 dulces. Chocolates, tablitas con dulce de leche, alfajores. Llego a destino. Baja. Agarra el pedido y antes de que se de vuelta, tomo valor y disparo un mangueo furioso.
-¿No tenés un peso para darme?
-Nada che, bajé sin plata. Responde mientras se toca los costados de un pantaloncito de fútbol.
Me voy caliente. En la esquina veo un kiosko abierto. No se si me perturba más la vagancia del cliente, su avaricia, o bajonear dulce antes que salado.
Hamburguesas, panqueques, ensaladas, panchos, empanadas, jugos, helados, chocolates, tortas, pizzas, papas fritas, muzzarellas empanadas, milanesas, platos venezolanos, colombianos y asiáticos. Incluso compras en supermercados, donde me esperaban los rappi empleados con el pedido ya seleccionado y en una bolsa lista para entregar. Una casta superior al rappitendero, con sueldo fijo y en blanco, sin sudor pero contratado por la consultora Adecco. En diez días entregué 40 pedidos; recorrí cerca de 250 kilómetros en bici, casi lo mismo que ir desde Buenos Aires a Rosario. Gané 2300 pesos que todavía no me depositaron. Si alguno de la empresa está leyendo esto, apuren que tengo que pagar internet.
Me parece muy poco para todo el esfuerzo. Se lo quiero hacer entender a un guardia de seguridad privado que se me acerca cuando termino de entregar un pedido en un edificio de Santa Fe. Me pregunta cómo se hace para entrar en Rappi. Cuánto se puede ganar. Cuánto se trabaja. Le digo que no le conviene, que se quede donde está. Que acá somos monotributistas. Que es todo demasiado precario. Me responde que él también. Insisto. Hay que pedalear ocho horas al día para sacar 20 mil pesos. Que no hay seguros ni beneficios ni crecimiento de nada. “Yo trabajo parado 15 horas y gano 12 mil pesos. Con un franco semanal”, contraataca. “Por favor, pasame la dirección”. Me rindo. No me quedan argumentos. Me acuerdo de la frase de la capacitación en el subsuelo. “El 40 por ciento de los argentinos son monotributista. Y queremos ayudar a la Argentina”. Rappi se alimenta, por un lado, de dos debilidades muy concretas y complementarias: la necesidad del inmigrante y la desesperación del desempleado. Por el otro, de la fetichización de la inmediatez. No importa cuan lejos se encuentre el restaurante. Toco la pantalla y lo obtengo. Rappi, entonces, rompe con el concepto de delivery tradicional que implicaba cercanía y hasta conocimiento de los repartidores, que muchas veces se peleaban por llevarle la comida al cliente con fama de generoso.
Estoy cansado de verdad. Pero en cada reparto sumo más información. Quiero probar cuán lejos pueden llevarme el algoritmo y el gps. Es domingo a la tarde. Desde el mediodía que doy vueltas entre Palermo y Belgrano. Se viene un tormentón. “Jackpot. Uiiijaa”, mi teléfono, otra vez un pinball. Hamburguesa completa desde Honduras al 4400 para una calle totalmente desconocida. Juez Tedín. La busco en el google maps. Es en Barrio Parque, más allá de Libertador y las embajadas. Dale. Fantaseo con que me abra Susana o Mirta. O al menos con una buena propina. Estoy llegando a destino. Se largó feo. No hace falta que toque el timbre. Un pibe me espera detrás de la reja. “Te llovió justo”. Si, mal, le digo. “Gracias” y se va. No tengo fuerzas ni ganas de manguearle propina. No quiero perder ni un segundo en desearle diarreas. Sólo quiero cerrar rápido la caja, empezar a pedalear, irme a mi casa, comer, dormir y terminar esta nota.