Búsqueda en la Biblioteca Nacional


Borges y los libros del sótano

Durante 14 años, dos empleados de la Biblioteca Nacional buscaron los rastros que el escritor dejó mientras fue director de la institución, entre 1955 y 1973. En 2010 publicaron un libro con las anotaciones que hizo en los libros acumulados en el sótano, diálogos fundamentales con su propia obra. Como dos detectives, siguen añorando estantes repletos de libros que nadie haya mirado antes. Este texto de Mónica Yemayel publicado en la revista Gatopardo es parte del tercer volumen de crónicas de la Dirección de Literatura de la UNAM.

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En 2016, la Dirección de Literatura de la UNAM, en México, encabezada por Rosa Beltrán, albergó en su catálogo una nueva colección: Crónica, bajo la premisa, como afirma en el primer número de la serie la misma Beltrán, de que ese género, junto con el teatro de evangelización, es el origen de la literatura hispanoamericana y, también, uno de los favoritos de los lectores hoy en día. Luego de un primer tomo dedicado a la crónica contemporánea y un segundo a la del siglo XIX y principios del XX, en 2018 se publicó el tercer número de la colección, nuevamente compilado por el reconocido escritor y editor Felipe Restrepo Pombo. En éste, las crónicas revelan el deseo común de confundir y rebasar los límites entre periodismo y literatura, de contar el mundo, o “los mundos”, desde una gran variedad de registros. “Los detectives de Borges”, de Mónica Yemayel, cierra este tercer número y sirve como perfecto anticipo del calibre de las 22 voces compiladas en el libro.

 

Los detectives de Borges

Jorge Luis Borges es una figura de culto. Dos empleados de la Biblioteca Nacional de la República Argentina, Germán Álvarez y Laura Rosato, buscaron durante catorce años los rastros que el escritor dejó en esa institución mientras fue su director, entre los años 1955 y 1973. Se trata de las anotaciones que hizo en cada uno de los libros que tuvo en sus manos, y que permanecieron olvidados por décadas en los sótanos de la biblioteca. En 2010, publicaron un libro que echa luz acerca de la enorme maquinaria de citas borgianas y cuenta otra historia de su vida a través de las marcas plasmadas en los libros. Por Mónica Yemayel

 

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—Encontré algo— dijo Germán en el teléfono, a esa hora en que en el subsuelo de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires sólo quedaban los libros y él.

 

Varios pisos más arriba, en la Sala del Tesoro, Laura no necesitó preguntar nada.

 

Germán tenía en sus manos una revista de tapas anaranjadas abierta en la página donde comenzaba un cuento. En esa página, alguien había hecho tachaduras con una lapicera de pluma, y dejado un papel en el que se leían varias líneas escritas a mano. Tembló. Conocía esa letra de memoria. La rastreaba como un sabueso desde hacía más de diez años. Se pasó las manos por los ojos y enseguida las secó en el pantalón: imbécil, a ver si mojaba el papel y se corría la tinta. Después, llamó a Laura. Caía la tarde un día de julio de 2013.

 

—Es lo que querías— le respondió ella—, lo que estabas buscando.

 

Jorge Luis Borges había publicado por primera vez el cuento “Tema del traidor y del héroe” en  febrero de 1944, en el número 112 de la revista Sur, que dirigía Victoria Ocampo. Y allí estaba Germán, que había descubierto, entre cientos de revistas salpicadas de polvo, las correcciones que Borges había hecho sobre las páginas impresas, y el trozo de papel en el que había escrito, de puño y letra, el nuevo final del cuento que aparecería publicado ese mismo año en la primera edición de Ficciones.

 

“Un Borges escondido” titularon los periódicos en septiembre de 2013 cuando la Biblioteca Nacional dio a conocer la noticia. El manuscrito, con el final de “Tema del traidor y del héroe”, se ha convertido en la pieza más importante, entre las poquísimas del escritor que están en manos del Estado argentino. La mayoría pertenece a la Fundación Internacional Jorge Luis Borges que dirige María Kodama; otros han sido vendidos a coleccionistas privados.

 

Un año después de aquel día, la ventilación arrastra ráfagas de aire fresco hasta el subsuelo de la Biblioteca Nacional. La temperatura justa para que los libros se conserven. No se escucha ni un suspiro. Germán es delgado, viste de negro, y sus manos pálidas se mueven, eligiendo qué mostrar primero entre los cientos de anaqueles de metal que se repiten parejos, de piso a techo, luz blanca, suelo de cemento, ni una mesa, ni sillas, ni un cuadro. Un leve olor a encierro que no llega a ser rancio.

 

—Estaba en este estante— dice Germán, que pasa las yemas de los dedos sobre los lomos anaranjados de Sur.

 

Se mueve despacio, y habla en soliloquios largos y suaves; una estrategia que repite para ocultar la timidez. El silencio sepulcral se rompe con un ritmo de cumbia festiva que proviene de un radiograbador que acaban de encender dos empleados que recién llegan y saludan distantes.

 

—¿Siempre ponen la música tan fuerte?— pregunto.

—Es para espantar fantasmas —dice, esquivando el radiograbador viejísimo apoyado sobre el piso.

 

—Decime si no es la escenografía perfecta para volverte un supersticioso. Un búnker subterráneo casi siempre desierto y estos pasillos angostos entre las baterías. Algunos empleados creen que haber cavado tan profundo despertó algunos espíritus. Dicen que por eso, a veces, brota el agua de las paredes. Como verás, estos son nuestros infiernos. Cualquier cosa podría estar pasando doce pisos más arriba y acá no tendríamos idea.

 

En ese sortilegio Germán pasó la mayor parte de estos últimos años, de pie, en cuclillas, buscando los libros que fueron de Borges y los que Borges consultó. El escritor había sido director de la Biblioteca Nacional cuando ésta funcionaba en su antigua sede, en la calle México, a partir de 1955 y hasta 1973. Durante la mudanza a este edificio, muchos libros que le pertenecieron quedaron confundidos y extraviados. Recuperarlos significa acceder a las notas que dejó en ellos; a esos rastros irrefutables de la tremenda maquinaria de lectura borgiana.

 

Los subsuelos, seis niveles en total, parecen una enorme playa de estacionamiento, una llanura repleta de bibliotecas interminables. Germán podría caminar por aquí, vendados los ojos, y no se perdería.

 

—¿Tenés frío? Subimos cuando quieras.

Pero no deja de sacar libros, pasar las páginas, devolverlos a su lugar. Giramos en círculos.

 

—Ya pasamos por acá —dice con naturalidad—. Debo haber revisado esto mil veces y siempre tengo la sensación de que todavía hay algo que no vi.

 

***

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El descubrimiento del manuscrito es tal vez lo más visible de un trabajo primitivo, faraónico, que comenzó a gestarse por casualidad cuando terminaba la década de los noventa.

 

Laura Rosato y Germán Álvarez eran entonces dos empleados de planta de la Biblioteca Nacional. Él trabajaba en el Archivo Histórico Institucional, ella en la Sala del Tesoro. Ambos, cada uno por su lado, sabían que 70 libros de la biblioteca personal de Borges habían sido encontrados en unas cajas abandonadas en los sótanos del edificio. Eran días difíciles. El país se sumergía lentamente en la que sería una de las peores crisis económicas y políticas de su historia, y la violencia de las calles contagiaba el ambiente en la Biblioteca: los empleados denunciaban las pésimas condiciones laborales, la inacción directiva que ponía en peligro el acervo cultural.

 

En 2002, Germán y Laura empezaron a encontrarse más seguido, porque militaban en el mismo Sindicato de Trabajadores del Estado que había organizado una olla popular en el playón de la entrada. Ellos cocinaban y servían los platos sin saber que tenían una misma pasión, sin sospechar que Borges sería su refugio. Uno de esos días se confesaron el secreto: los dos se escabullían de sus oficinas para buscar más rastros. Si habían encontrado 70 libros, por qué no podía haber 100, 500, 12009000 más. ¿Y si trabajaban juntos?  ¿Y si, además de rastrear los libros, transcribían las notas que Borges había dejado sobre ellos? ¿Y por qué no tratar de descubrir el destino de esas ideas “robadas” a otros autores? ¿En qué parte de sus ensayos y cuentos Borges las había infiltrado?

 

No tenían un proyecto. Sólo intuición y una pasión desbordada. Se dejaban llevar, cada vez más horas, más días, más noches, enloquecidos de emoción cuando encontraban pistas nuevas. Los dos primeros años fueron los más fecundos, encontraron casi 800 libros. En 2005 ya tenían un conjunto amplio de anotaciones y en 2006 catalogaron la colección. Un trabajo anárquico, detectivesco, que fueron sistematizando durante más de una década, que los ungió con un prestigio inédito para dos empleados que, sin formación académica, lograron rescatar del más absoluto olvido un millar de libros intervenidos por Borges durante el tiempo en que dirigió la Biblioteca Nacional.

 

En 2010, esa Institución publicó el primer tomo de Borges, libros y lecturas, un catálogo que reúne la mitad de los mil libros encontrados; una colección sólo superada por los tres mil ejemplares de la Fundación Borges. El texto comienza con un estudio preliminar de los autores. Después, por orden alfabético, el catálogo enumera los libros de la colección (en donde aparecen, por ejemplo, Dante Alighieri, Dostoievski, T.S. Eliot, Kafka, Lao Tse, Nietzsche, Ovidio, Poe, Schopenhauer, Stevenson, Twain, Virgilio, Whitman), la transcripción de las notas de lectura que Borges hizo en cada uno de ellos, y finalmente la referencia a los ensayos y textos de ficción en los que Borges volcó esas lecturas. Corría el año 2005 cuando comenzó esa última etapa de la tarea y Germán, erizado, se preguntaba: “¿Es posible que Borges sea un gran plagiador?”. No tardó en comprender que tenía entre sus manos, en estado puro, la  prueba material de lo que la crítica siempre había sostenido: la literatura de Borges monta una escenificación intertextual, una literatura que va de los libros a los libros.

 

Ahora, Laura y Germán escriben en revistas especializadas, exponen junto a expertos en congresos internacionales, reciben elogios de la crítica y de María Kodama, y viajan por el país para contar, a través de las marcas dejadas en los libros, la historia del escritor. Mientras, preparan la inminente edición del segundo volumen que incluirá también las notas que encontraron en sus pesquisas por otras bibliotecas con las que Borges tuvo contacto.

 

El manuscrito es, en toda esta historia, el momento mágico, el advenimiento de una reliquia, un tesoro que no existía hasta el momento exacto en que Germán lo encontró. ¿Un premio, un señuelo del autor de El Aleph para que siga buscando? Como sea, Germán vuelve a los subsuelos una y otra vez, y se propone seguir haciéndolo sin que nadie, ni siquiera Laura, pueda convencerlo de lo contrario.

 

* * *

 

Un mes antes de aquel encuentro con Germán en el subsuelo, la cita había sido en un ambiente muy distinto. La Sala del Tesoro de la Biblioteca Nacional, en el tercer piso. Un espacio con aires de museo, cargado de antigüedades de épocas y estilos diferentes. Ecléctico, con preponderancia de maderas oscuras, cuadros de marcos dorados —un retrato de Borges cuelga cerca de la puerta de ingreso y del detector de metales—, lámparas de pantallas verdes, luces bajas, escritorios señoriales, vitrinas con incunables… Y una enorme mesa oval en el centro de la sala, sobre la cual un investigador —munido con guantes de látex— revisaba un libro antiquísimo cuando Laura y Germán entraron al salón.

 

En un encuentro a solas, Laura dirá de Germán: “Desde el principio me cayó bien, chiquito como es, con ese look dark de roquero under, vestido siempre igual, todo de negro y con tachas, y ese peinado raro: me caía bien”. El pelo de Germán es oscuro, largo, crespo; lleva recogida una parte en un rodete que acomoda casi sobre la frente. Y de sí misma, Laura dirá: “Mi padre me dejó un ego bien plantado. Si yo me tiraba un pedo, él lo grababa y lo hacía sinfonía; soy muy malhablada, disculpá. Del lado materno, en cambio, algo no termina de cerrar: las mujeres de la familia son bellas, universitarias, y yo nunca terminé nada salvo mis dos embarazos, y soy gorda. Hace poco, una tía regresaba en avión de dictar una conferencia cuando se puso a mirar una entrevista a Ricardo Piglia. Tan inverosímil le pareció que mencionara nuestro libro que me llamó para corroborar. No podía creer que un gran escritor hablara de mí.”

 

Sentados uno frente al otro, ese día escucharon la propuesta para hacer esta nota, las manos apoyadas sobre la mesa oval. Intrigados, divertidos, ¿escépticos?, se observaron largamente como si discutieran la decisión en clave de miradas. Laura, 46 años, vestida con un jogging suelto de algodón gris, el pelo hasta los hombros, ondulado y claro, sin maquillaje, casada desde hace 25 años y madre de dos hijas adolescentes. Germán, de 37, idéntico a la descripción de Laura, separado desde 2010.

 

—Mirá, somos dos empleados insignificantes —dijo Laura—. No creo que seamos una nota. Si lo que hicimos fue exitoso es porque se trata de Borges.

 

Germán comenzó a desenroscar su rodete para volver a sujetarlo más firme. Laura se tiraba el pelo hacia atrás con manotazos decididos.

 

—Y porque trabajamos juntos. El libro no se habría publicado si no fuese por Laura.

—No, acá, el investigador minucioso y sistemático que puede quedarse horas exprimiendo un documento es él.

—Vos también sos investigadora, sólo que diferente. Laura es la memoriosa, la que puede recordar una frase entera, el sitio preciso en dónde encontrar el párrafo en una obra.

—Pero igual me hacés ir a buscar el texto para corroborar.

—…es la que le dio vuelo literario a la prosa, la que tramó las relaciones para que las cosas avancen y salgan. Es la que montó la empresa.

 

Todos conocen a Laura. En los pasillos la saludan, le sonríen. Durante muchos años fue delegada sindical y tiene, según dice, una tremenda capacidad para obtener de la gente lo que desea.

 

Ese día dijeron que son como el agua y el aceite, que se han peleado como locos, que se han amigado, que son un matrimonio laboral, que no se imaginan trabajando por separado. Que temían, por sobre todas las cosas, que la búsqueda estuviera llegando a su fin.

 

—El trabajo fue un refugio para los dos —dijo Laura—. Era el fin del gobierno de Fernando de la Rúa, el país un caos y esto un infierno. Nos habían bajado 30% el salario y estaban vaciando la Biblioteca. ¿Qué podíamos hacer? Nos dedicamos a leer por encima del hombro de Borges. Así empezó. Como una guarida. Después, a partir de 2004, con esta gestión se convirtió en el “Programa de investigación y búsqueda de fondos borgeanos”. Cuando Horacio González asumió la dirección de la Biblioteca, le contamos de la búsqueda que habíamos emprendido, las transcripciones que habíamos empezado a hacer y le pedimos dedicarnos por completo, comenzar un trabajo más sistematizado.

 

En el prólogo del libro, el director de la Biblioteca Nacional, feligrés de Borges y uno de los intelectuales más respetados del país, el hombre que depositó una confianza sin condiciones en los dos empleados sin credenciales y ambición inaudita, escribió: “Este libro que presenta la Biblioteca Nacional surge del amor de sus trabajadores por su historia y su patrimonio. Durante muchos años, Germán Álvarez y Laura Rosato, empleados del Tesoro y del Archivo Institucional, investigaron minuciosamente los rastros de Borges en la Biblioteca… párrafos, singularidades o naderías —la palabra es suya—, que luego reaparecerían en el cuerpo de su obra como si fueran cargamentos de minucias asombrosas… Germán y Laura se empeñaron en reconocer en el océano de la obra borgiana, los lugares donde esas perlas sustraídas se cobijaban…”.

 

Cuando entregaron la versión final del libro tuvieron una pelea y dejaron de hablarse por una semana. Una tarde, cuando Germán no esté presente, Laura dirá: “La tensión era brutal. Yo no cedo posiciones y él se impone autoritariamente. Un día le dije: ´Si no fuera porque sos un enano de mierda, te daría una trompada´.”

 

—El libro sería un flan lleno de agujeros si lo hubiese hecho sola, y Germán no lo hubiese terminado jamás. La pareja funcionó cuando asumí que él era la estrella de rock y yo su manager.

 

Laura decidió que había que cerrar el trabajo, faltaba poco más de un año para las elecciones presidenciales de 2011, la dirección de la Biblioteca podría cambiar, y ellos quedarse sin libro. Germán se desesperaba pensando en los errores que se podrían haber deslizado pero, para Laura, el tiempo había llegado a su fin.

 

—Cuando me dieron el ejemplar impreso me pareció una cosa horrible, ilegible— dijo Laura, pasándose las manos por el pelo y mordiéndose los labios—. Tomé un papel y le escribí una carta a Horacio González.

 

La carta era breve: “Horacio, te pido perdón. Laura”.

 

* * *

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—Tomá, leé. Es un “gorila”, pero es el mejor escritor argentino.

 

Con esa frase reveladora que la alertaba sobre la posición política del escritor identificado con la derecha “gorila”, radicalmente antiperonista, el padre de Laura le entregó El Aleph cuando ella cumplió trece años. Esa lectura iniciática la llevó a otras y otras más, y mientras se educaba en las escuelas públicas de Ciudad Jardín, a 30 km del centro de Buenos Aires, se transformó en una lectora insaciable. Siempre quiso escribir. Cursó estudios en el Profesorado de Letras y más tarde estudió cine, pero abandonó antes de recibirse. Su padre era un sindicalista del “riñón duro del peronismo” y aunque ella le insistía para que le consiguiera un puesto, fue un amigo de la familia quien la llevó a trabajar a la Biblioteca Nacional. Era 1987.

 

—Tenía 18 años y la sede era todavía la de México 564, en el barrio sur de Monserrat.

 

El mismo edificio en el que se encontraba la biblioteca cuando Borges fue su director, donde pasaba días enteros junto a Bioy Casares, y que convirtió en su “Biblioteca de Babel”, el cuento publicado en 1941 que comienza así: “El universo (que otros llaman la Biblioteca) se compone de un número indefinido, y tal vez infinito, de galerías hexagonales, con vastos pozos de ventilación en el medio, cercados por barandas bajísimas. Desde cualquier hexágono se ven los pisos inferiores y superiores: interminablemente”. En las escaleras de madera de la casona de México fue tomada una foto donde se lo ve saludando con una venia al Almirante Rojas, actor fundamental del golpe de 1955 que derrocó al gobierno democrático de Juan Perón, sumió al peronismo en una proscripción absoluta hasta 1973, y colocó a Borges en la dirección de la Biblioteca Nacional. Ese gesto de simpatía hacia Rojas, dicen, fue suficiente para ganarse el rencor de los empleados, todos seguidores de Perón y Evita. Cuentan que le decían “el viejo”: “el viejo nos tiene podridos”; “tiralos por ahí, son los libros del viejo”. Y, al parecer, Borges caminaba por las cercanías del edificio tanteando con su bastón, y a veces se detenía y preguntaba a quien estuviera cerca qué dirección tenía que tomar para llegar a su destino. Desde el episodio de la foto, cuando Borges preguntaba, los empleados que siempre andaban dando vueltas por ahí lo mandaban en sentido contrario.

 

—Creo que jamás se hubiese vengado, aunque conociera la treta— dice Laura en el bar del primer piso de la Biblioteca.

 

A través de las ventanas, se ven varios estudiantes leyendo bajo el sol de septiembre, y a turistas tomándose fotos.

 

—Que Borges lo supiera y les siguiera el juego, es también una posibilidad. Al viejo le encantaba el edificio de México. Llegaban de todas partes del mundo para verlo en su Babel. Él permanecía en su templo del primer piso y más abajo estaban los empleados: rústicos, ex obreros de fábricas que no entendían nada y se la pasaban mirando televisión y empaquetando libros sin ninguna lógica. El edificio había colapsado, no había más lugar para ubicar ejemplares y entonces los mandaban al depósito, sin catalogar, para guardarlos en cajas. Así estuvieron 30 años. De ahí vienen cientos de los libros que recuperamos.

 

Laura fue la encargada de ordenar los archivos y la documentación de importancia cuando en 1992 empezó la mudanza desde la calle México hacia la nueva sede, en el barrio de la Recoleta, que había tardado décadas en construirse. En 1971, Borges puso la piedra fundacional de ese nuevo edificio sobre el terreno que había sido la residencia de Eva y Juan Perón antes de ser demolida por los militares. A Borges no le gustaba el barrio de Recoleta y mucho menos el proyecto del arquitecto argentino Clorindo Testa, un edificio audaz, rústico y de estilo “brutalista”, inspirado en las vanguardias de los años cincuenta, que tendría 12 pisos sobre la calle Agüero 2502: seis niveles sobre la superficie y seis de subsuelos. En lo más alto, las salas de lectura; en lo más profundo, los depósitos. “No entiendo cómo los libros se pueden guardar tan lejos de los lectores”, se quejaba augurando problemas con los montacargas y ascensores. Laura fue la primera empleada del edificio nuevo cuando todavía no habían llegado los libros, y las visitas guiadas a su cargo versaban sobre el estilo arquitectónico que a Borges tanto irritaba. “Parece una máquina de coser”, decía él, sin resignarse a que el modelo elegido hubiese sido “el edificio de la Fundación Guggenheim, el más feo de Nueva York, que no parece de Nueva York”.

 

Para el año 1995, Laura ya trabajaba en la Sala del Tesoro. Para entonces se habían descubierto 70 libros que Borges había donado al dejar su cargo de director, y que pululaban de despacho en despacho fuera de catálogo y del alcance del público. En 1999, para celebrar el centenario del nacimiento del escritor, viajaron en una muestra itinerante organizada para exhibir la colección. Cuando regresaron a la Biblioteca faltaba uno.

 

—Para protegerlos decidieron guardarlos en la Sala del Tesoro, y ahí estaba yo. Nadie quería demasiado a Borges, nadie se interesaba, así que me ofrecí y empecé a catalogarlos. Algo complicado, porque no soy bibliotecaria y sólo los bibliotecarios catalogan.

 

Se sintió una usurpadora. Algo que luego se repetiría cuando comenzaron a trabajar sobre la génesis del texto borgiano; ninguno de los dos es genetista ni filólogo. En los momentos de zozobra, recurrieron a los especialistas, los hicieron cómplices de su juego y formaron una especie de club de amigos de Borges que —desde las principales universidades del mundo— los ayudaban a dilucidar las notas más oscuras, casi ininteligibles, muchas escritas en latín, alemán, francés, italiano e inglés. Todos viajaron para la presentación oficial del libro en la Biblioteca. Recuerda que la intelectual argentina Beatriz Sarlo enfatizó la generosidad de ambos, y dio a entender que cualquier investigador, en lugar de publicar un libro, se hubiese guardado las 400 páginas en un cajón bajo llave para asegurarse diez años de producción de papers académicos e invitaciones a congresos internacionales. Laura vuelve, otra vez, al momento prodigioso, los primeros años del 2000, en el que se dio cuenta de que esos 70 ejemplares eran la punta de un iceberg.

 

—Estaban el tomo I y el III de La Divina Comedia. ¿Cómo no iba a estar el II? ¿Pero dónde? En los depósitos había cerca de un millón de libros y apenas 30% estaba digitalizado.

 

Entonces empezó la pesquisa. Subía hasta el sexto piso y buscaba en las terminales de consulta a las que sólo tienen acceso los investigadores. Uno de esos días, vio a Germán. Parado frente a otra de las computadoras buscaba, también ensimismado. Había leído en los diarios sobre los 70 libros del autor que lo desvelaba desde chico. Tenía poco más de 20 años, hacía uno y medio que trabajaba en la Biblioteca, y le robaba horas a su trabajo para tratar de encontrarlos.

 

—Le preguntaba que hacía por ahí y él me evadía. ¿Dónde vivís? ¿Y tus papás qué hacen? Me encantaba su look y estaba intrigada. Creo que le rompí tanto las bolas que una tarde bajó la guardia y empezó a hablar.

 

Germán le dijo por fin lo que buscaba. Y entonces Laura, victoriosa, soberbia en su Olimpo, sabiéndose la dueña del tesoro, susurró:

—Esos libros los tengo yo.

 

***

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La primera vez que Germán Álvarez escuchó el nombre de Borges tendría unos ocho años, estaba de visita en el viejo conventillo de la Boca donde vivían sus abuelos, y su tío —que era librero y distribuidor de la editorial Larousse— le contaba a su padre acerca de unos manuscritos que habían pertenecido a Borges, unos cuentos escritos en papeles con membrete de la biblioteca municipal Miguel Cané donde Borges había tenido su primer trabajo. Germán no recuerda si hablaban del descubrimiento o la venta de esos originales, pero la anécdota se le hizo presente cuando empezó la búsqueda en los subsuelos de la Biblioteca Nacional, y encontrar un manuscrito se volvió una obsesión.

 

Su madre no era lectora, pero lo inscribió en las dos bibliotecas populares de Adrogué, la zona del sur del conurbano bonaerense donde vivían, casi antes de que aprendiera a caminar, y su padre le contagió el entusiasmo —tan borgiano— por las enciclopedias. El tío librero lo llenaba de libros y cuando su hermano diez años mayor compró las Obras Completas de Borges, editadas por Emecé con tapas duras y azules, Germán se las robó. No es difícil imaginárselo en el departamento que alquila en el centro, sentado en el lugar de la casa que más le gusta — “el desayunador, por esa cosa confesional que tiene”—, tomando un whisky y escuchando la música de Nick Cave o Nick Drake, mientras contesta que Tlön, Uqbar, Orbis Tertius fue el primer cuento que leyó. Allí, Borges crea en la ficción un universo que en las últimas líneas del relato invade, amenazante, el mundo real. El tiempo, los espejos, las enciclopedias y hasta Adolfo Bioy Casares se mezclan en la trama.

 

—Está muy bien, pensé ese día. Tenía 12 años y no había entendido nada. Pero me provocó. Y decidí seguir las pistas leyendo los libros que mencionaba en el cuento.

Tal vez porque su padre trabajaba en un laboratorio, comenzó a estudiar Farmacia y Bioquímica. Poco después, ingresó en la Biblioteca y, cuando se publicó el libro, abandonó los estudios. Le faltaban tres materias para recibirse. Ahora, una tarde en que volvemos a los subsuelos de la Biblioteca para ver las “jaulas de descarte”, dice a modo de explicación:

 

—Venció todo esto que ves alrededor. No importaba que ya hubiésemos encontrado cientos de ejemplares intervenidos, no importaba que hubiésemos publicado el libro en 2010. ¿Cuántos libros más se podían encontrar? Yo necesitaba seguir buscando. No podía parar. “Ahora vuelvo”, le decía a Laura. Y bajaba —se detiene, piensa un momento—. Bueno, sigo haciendo lo mismo.

 

Veinte pasos más adelante, saca un libro y dice que ese ejemplar jamás hubiera podido ser de Borges. Camina veinte pasos más y dice que ese otro que ahora señala, sí. Con el tiempo fue descubriendo cuál era la fisonomía de los libros que al escritor le gustaba: encuadernación de calidad, primeras ediciones en idioma original, ediciones antiguas, tipografía gótica, editoriales clásicas como Oxford, Faber and Faber y MacMillan, Penguin Classics y Pelican Books; y los sellos de las librerías que solía frecuentar, Mackern’s, Mitchell’s Book Store, Pigmalión, Viau y Cía., Verbum, y las únicas que sobreviven en el centro de Buenos Aires: Eusebio Rodríguez y Goethe.

 

—La búsqueda es un trabajo de los sentidos. No sólo lees, descubrís con el tacto, la vista. El libro te habla, le ves la cara.

 

Llegamos a donde están ordenadas las publicaciones periódicas.

—Teníamos un listado con las revistas en las que Borges había publicado. De Sur hay varios números repetidos. Como éstos —pasa el dedo por el lomo de las tapas anaranjadas—. No puedo saber cuántas veces estuve delante de estos estantes. Y, de pronto, hace un año, me detengo, me agacho, saco del último estante todos los ejemplares del número 112, los abro, empiezo a hojearlos y ahí estaban: las tachaduras, el papel suelto con el final del cuento, la letra de insecto del viejo. Después la emoción se lavó. Como en toda conquista. La magia está en el momento exacto del encuentro. ¿Me estaba esperando? No. Lo busqué. ¿Existe antes de que lo encuentre? ¿O se materializa en ese instante?

 

—¿Soñás con estas cosas?

—Sí, que encuentro un manuscrito completo, de muchas páginas. Pero algún día se va a acabar.

 

Doblamos a la izquierda, después a la derecha, pasamos al lado de la estatua de una Diana cazadora que estaba en los jardines de la calle México.

—¿Por qué tendría que acabarse? ¿Acaso la biblioteca de Borges no es una Babel infinita?— dice con una mueca que no llega a ser sonrisa.

 

Si Germán hubiese dado por concluida la búsqueda cuando el primer libro se publicó en 2010, nunca se hubiese encontrado el manuscrito que hoy es patrimonio público y orgullo nacional.

 

—Mirá, estas son las jaulas.

Unos enormes canastos tejidos con alambres gruesos conteniendo tapas, hojas sueltas, algunos escombros. Donde nadie vería más que basura, él encontró folios de una Biblia del siglo XVII y las hojas de un libro de Walter Raleigh con anotaciones de Borges.

 

—No hay final feliz para esa historia. Las notas no se pudieron recuperar; las hojas de guarda donde las había escrito estaban muy deterioradas.

 

* * *

 

La puerta sólo puede ser franqueada por unos pocos empleados autorizados. Desplegados sobre una de las mesas de lectura de la Sala del Tesoro, están los libros. Las notas con la letra de Borges, o la de su madre Leonor Acevedo. Pre-textos que Laura y Germán manejan con soltura. Para un lector común, algunas resuenan familiares, otras tremendamente sofisticadas. Sobre un texto de San Agustín, la cita que Borges utilizó para refutar la doctrina del eterno retorno de Nietzsche. Sobre uno de Christian Walchs, el borrador del índice de Inquisiciones. Sobre una enciclopedia de divulgación matemática, una descripción de notaciones científicas y una cita de Arquímedes que usara para desarrollar la noción del infinito en el Libro de Arena. Wilde, John Donne, Shakespeare, Dante, Melville, Poe, Rabelais, Descartes, Schopenhauer.

 

“Veamos un ejemplo simple y directo de cómo utiliza las notas en su obra —escribe Germán en un mail de noviembre de 2014—: en el libro Sàtires de Juvenal, la cita en latín “Usque Auroram et Gangen” aparece directamente mencionada en un cuento incluido en El Aleph“.  Un personaje de “El hombre en el umbral” evoca el verso pero cometiendo un error. Borges le hace decir: ‘Ultra Auroram et Gangen’ y con eso, según los especialistas, el escritor pone en peligro la autoridad del personaje.

 

Entre las citas notables, complejas, oscuras, un poema que Borges nunca publicó: “La esperanza como un cuerpo de niña/ aún misterioso y tácito/ aún no amado de amor/ y una guitarra que apasionadamente se muere/ y con alivio doloroso resurge/ y el cielo está viviendo un plenilunio/ con el remordimiento y la vergüenza/ de la insatisfecha esperanza y de no ser feliz”. Laura y Germán creen, claro, que Borges hizo bien en olvidarlo, y aunque se lo presentaron a un periodista francés como un “ejercicio poético de juventud”, los diarios parisinos —Le Monde, por ejemplo— anunciaron el hallazgo de un poema inédito. María Kodama, de visita en Francia, leyó la noticia. Fue una situación incómoda que rápidamente hubo que aclarar.

 

Laura y Germán tiemblan al recordar una interpretación que hicieron de una nota que citaba como fuente a Keynes. Entusiasmados, buscaron las relaciones que se podían tejer con el famoso economista inglés vinculado al grupo literario de Bloomsbury para sumarlas al anticipo del segundo volumen del libro que se incluiría en la revista de la Biblioteca. Poco antes de la publicación, un experto los sacó del error: Borges no estaba citando a Lord Maynard Keynes, el economista, sino a su hermano Geoffrey Keynes, editor y biógrafo, especialista en el escritor inglés William Blake, con quien solía confrontar la traducción de palabras sofisticadas. Con urgencia corrigieron el artículo. Sin embargo, cuando salió la revista, en las páginas impresas estaba la primera versión sin cambios, con el economista inglés y Borges en un “diálogo” que jamás existió.

 

Cuando termina su trabajo y cae la tarde, Laura viaja desde la Biblioteca hasta el barrio de Once, un barrio comercial, ajetreado y popular del centro de la ciudad de Buenos Aires. “No me gusta vivir ahí. Soy de Ciudad Jardín, un lugar lleno de árboles, pajaritos, sol y casitas con techo de tejas. Once es horrible, sucio, gris, pero es tan céntrico. Me envicié con la ubicación”. Durante el verano le gusta sentarse en la terraza a leer al sol con los gatos merodeando y las plantas cerca, “producen una ilusión de naturaleza bastante efectiva”. Por las noches, cuando termina de limpiar y todos duermen, se sienta en una banqueta de la cocina, “a disfrutar la casa limpia y silenciosa, dos cualidades raras en mi familia”. Su escritorio es un espacio que le ganó a un pasillo luminoso, “lo pinté de amarillo y me armé un lugarcito en donde escribir.” El año pasado, comenzó a publicar sus cuentos en una revista zonal del barrio de su infancia.

 

* * *

 

Laura y Germán no se encuentran nunca fuera del trabajo, salvo cuando viajan para presentar la muestra. Comienza octubre y acaban de regresar de la provincia del Chaco, en el norte argentino. Una biblioteca pública fue el escenario para colgar los paneles y hablar de libros. En cada viaje, cuando terminan las charlas salen a comer juntos, a caminar, y Laura lo sorprende tomando alcohol como un “cosaco” mientras trata de contagiarle su espíritu festivo. Ella tiene un prontuario de excesos que no oculta, parte de una experiencia rica, dice. Ahora, claro, es una madre moderada. Sin decirlo, se preocupa por Germán. De los dos, dice que es la infiel, la más desapegada. Después de la publicación del libro, lo abandonó por un año para pasar la mayor parte del día colaborando en el armado del Museo del Libro, una iniciativa de la Biblioteca Nacional que funciona en un edificio lindero. Germán, en cambio, no pudo parar. Una tarde lo citó para tomar un café y decirle que se le hacía difícil seguir repartiéndose entre los dos trabajos.

 

—Creyó que era una despedida y yo quería decirle exactamente lo contrario: que volvía a la Biblioteca para empezar a trabajar en el segundo volumen. Al otro día, apareció con un libro de regalo.

 

El libro era Escribir en colaboración. Historias de dúos de escritores, de Michel Lafon y Benoît Peeters, que tradujo César Aira.

—Ese día sentí que sellábamos un pacto.

 

Empezaron a preparar el segundo tomo del libro. Y juntos revisaron otras bibliotecas. Se ilumina cuando recuerda la del profesor que acompañó a Borges en su cátedra de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires.

 

—Imagínate una mansión idílica, de estilo inglés, jardines de lapachos y jacarandás, pájaros revoloteando y nosotros dos hablando de Las mil y una noches, viendo caer la tarde.

 

No es fácil abandonar la búsqueda, pero Laura empieza a sentir que el trabajo con Borges se agota. Pronto viajarán a Las Flores, a un Congreso sobre Bioy Casares; a Mar del Plata, para el Congreso de Letras Hispanoamericanas, y montarán la muestra itinerante sobre Borges en la Biblioteca Central de la Universidad de esa misma ciudad. En breve, la revista especializada en estudios sobre Borges, Variaciones, que edita la Universidad de Pittsburgh, incluirá un artículo que escribieron sobre un pequeño manuscrito hallado en un libro de la colección; y este año la Biblioteca Nacional publicará una edición facsimilar del manuscrito de “Tema del traidor y del héroe” con un prólogo de Horacio González y una introducción de Laura y Germán. En el segundo volumen del libro incluirán textos hallados en esta y otras bibliotecas, pero Germán reconoce que las búsquedas no están resultando muy fructíferas. La Biblioteca Nacional estuvo a punto de comprar la de Adolfo Bioy Casares, un complemento perfecto teniendo en cuenta la ligazón entre los dos escritores, pero la negociación con la familia no prosperó. Queda siempre, aunque ni Germán ni Laura lo expresen con palabras, la esperanza de que alguna vez se abra para ellos la Babel que celosamente guarda la Fundación Borges.

 

—En los últimos años —dice un día Germán, caminando por el subsuelo— me di cuenta que es más importante buscar que encontrar. Buscar te da un sentido. Es como un juego a repetición. Recorro una estantería, pasan las horas, dos, cuatro, seis, y siempre pienso: una vuelta más, ¿y si justo hay un libro con una nota, si acaso hay un manuscrito escondido en esa fila que, por irme ahora, no vuelvo a mirar?

 

Ahora, y quién sabe hasta cuándo, el centro de su vida es esta búsqueda frenética.

 

—¿Qué deseo? ¡Quiero praderas vírgenes! Estantes que nadie haya mirado.

 

* Esta crónica fue publicada originalmente en Gatopardo, núm. 164, septiembre de 2015. Fue traducida al italiano y al francés, y publicada en las revistas Internazionale y Courrier International.