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En una cama siempre estamos condenados a repetirnos. Los ciclos del amor conyugal suelen ser implacables antes de caer rendidos. De un ejercicio horizontal a otro insomne y viceversa, se construye una vida en común. De mínimos gestos que se hacen con los pies, cerrando una boca, quitando un libro de las manos inermes. Y de eso que existe entre el sexo y el descanso, y de eso que reverbera entre el llanto y el amor, y de eso que se queda entre la última palabra y el resto del silencio.
Un día decidimos que nuestra cama para tres no iba a ser más para el sexo. La cama que fue durante años la superficie sobre la que recreamos nuestras fantasías de romper con el “marido y mujer”, ahora es una cama para dormir, una cama jubilada, a lo sumo una enorme cama para revolcarnos con nuestros hijos. Los tres dormimos juntos, solo dormimos, pero para todo lo demás hay una habitación extra.
Creo que aún mi libido no supera que hayamos dejado de ser tres y que seamos dos parejas sexuales, la que formamos él y yo, y la que formamos ella y yo. Hay una pareja que falta: ella y él tuvieron un bebé y dejaron de tocarse. No sé si alguna vez terminará este largo posparto y volverán a seducirse o tendré que asumir que nos hemos convertido en otra cosa. Hay días en que me siento estafada, pero si lo pienso en serio, ¿cuánto podía durar una orgía matrimonial? Lo primero que explico a quien me pregunte por nuestra relación múltiple es que no tengo más sexo que el común de la gente. Aunque tenemos el doble de posibilidades –y más diversas– de tener sexo marital, acordado y no adúltero que dentro de una pareja monógama, hay noches como esta en que soy la única que no puede dormir.
Si alguien me viera tocarme entre sus cuerpos desnudos, un hombre y una mujer al alcance de mis manos, uno a cada lado de mi deseo, quizá pensaría que es una de mis perversiones, pero no tiene nada que ver con eso, no pretendo rozarlos, ni siquiera excitarme con la visión de sus siluetas desnudas e indiferentes, flotando en medio de la penumbra como islas que emiten su propia luz sobre un océano. Me toco en realidad viendo a Magdalene St. Michaels vestida de madre superiora desvirgar a una novicia. Y también a un señor japonés metido entre las sábanas de una mujer casada mientras el marido duerme a pierna suelta. La intertextualidad entre mi cama y el porno siempre me sorprenderá. Los veo en la pantalla de mi celular, sin volumen, procurando olvidar que los de carne y hueso están allí, y que la agitación creciente que sale de mí no los despierte, pero sin voluntad para buscar un sitio más íntimo. Digo íntimo y no se me ocurre uno más íntimo que esta cama pero tendría que haberlo. Para algunos el sexo es algo muy concreto: lo que corona un día de perfecta comprensión o lo que se hace solo cuando se imponen las ganas, con los restos del cuerpo que han dejado los niños y, de preferencia, después de bañarte. Para otros, el sexo viene bien incluso sin ritualidad, sin aseo personal, sin fuerzas, como complemento, entretenimiento banal, disparador de dramas, consuelo, remedio premenstrual. Yo me siento a veces sola en el segundo grupo.
Soy de esa generación de mujeres que sobrevaloró el sexo. Las que fuimos puristas del orgasmo maduramos más lentamente en lo relacional –otra palabra horrorosa que he aprendido por andar leyendo a los teóricos del amor libre–, pero aunque suene raro, tocarme viendo porno mientras mis amantes duermen es un trabajo introspectivo, terapéutico. Mucho peor sería despertarlos, manipularlos, forzarlos. Sobre todo cuando la inminencia de la regla aprieta y no la has visto venir y ya está una destrozada rogando entre lágrimas una noche apoteósica e infinita en su convulsa peregrinación del sexo al amor, del amor al sexo y de ahí a la comprensión, que no te van a dar.
Vivo con dolor no ser sexualmente correspondida. El deseo no satisfecho es extenuante, me duele como nada. Necesito demasiado sexo para olvidar lo poco que me quiero. Pero es un pez que se muerde la cola, pues el exceso de ímpetu, de demanda y su locuacidad, esa necesidad vacua de una pobre autoestima que necesita ser complacida sexo mediante, no erotiza a nadie, más bien espanta. He indagado a mi pesar en el trauma y, sospecho, viene de una época en que decidí que el sexo sería mi mayor baza, lo que reemplazaría al amor propio o ajeno, sobre todo al vacío; por eso durante años fui incapaz de lidiar con el rechazo de mi cuerpo desnudo y deseante. Ver la espalda del ser amado me empujaba a la locura. Hasta que comprendí que no se sincronizan apetitos como se sincronizan los relojes. Con el tiempo he aprendido a sortear el drama después de las diez de la noche. La sexualidad en convivencia demanda pedagogía diaria, actitud contrita, libertad hasta donde empieza el sueño o la inapetencia del otro, onanismo o más amantes.
Hace poco nos fuimos de vacaciones y a mí me tocó la habitación con la cama matrimonial. Ellos se turnaban para dormir conmigo, algo que puede ser incómodo porque impone cierta jerarquía en la que no creo, pero a mí me encantó verme al menos esos días como una especie de polígamo de Salt Lake City, Utha. Me propuse, ya que estábamos de vacaciones, tener sexo cada día con uno distinto, como una manera de esquivar la nostalgia del sexo grupal profundizando en lo que sí tengo y no he perdido. Por supuesto, no lo logré, tuve casi la misma cantidad de sexo que en días de trabajo, es decir insuficiente, pero intenté no desmotivarme y experimentar con esa alternancia.
La primera noche de las vacaciones duermo con ella. Siempre le digo que se parece a una actriz española que he visto en una peli, nunca sabré cuál. Le digo que no la merezco, le digo que soy fea, gorda, vieja, y ella es una modelo. Me dice tontita, tú eres la realmente bella. Hay agua en mis ojitos. Pero hoy no vamos a jugar a que somos las criaturas celestiales, esas niñas lesbianas asesinas que se tocan a espaldas de mamá, las que matan a mamá, vamos a ser nosotras mismas. Quiero con un lapicero unir los lunares de su vientre como en ese pasatiempo del periódico de unir los puntos. Me sé de memoria su constelación. Solo yo la veo en el cielo. Le digo que no haga nada, que yo haré todo. Tener los ojos abiertos todo el tiempo. Trabajar duro por ella. Es tan blanca y limpia que en mi estúpido autorracismo siempre pienso que la voy a ensuciar. Ella es mejor que volver a ver a mi papá muerto. Mejor que un jugo de guanábana. Mejor que bailar puesta de MDMA. Hablo con su potito, porque hablamos la misma lengua, su potito de nube, de mashmellow, de plumas y yo. Me paso. Roci dice “te pasas, te pasas”; me enternece su pudor. Sueño con algún día poder encontrar mejores símiles para las partes de su cuerpo. Cuando saco mis dedos de ella están impregnados del polvo mágico de Campanita. Su coño se come mi coño como una planta carnívora de dibujos animados. Perseguir la entrega, nada más, todo lo que nos vuelve dúctiles, lo demás no existe. Si su cuerpo lánguido se posara encima de mí con la boca entreabierta por la que asoman sus dientes imperfectos, si ella hiciera eso, y sus cabellos de musa prerrafaelita brincaran al sutil compás de nuestro incendio todo acabaría para mí en dos segundos y eso es exactamente lo que pasa.
La segunda noche duermo con él. Primero él ríe, cuando ríe sé que vamos a follar. No he visto un hombre más sexy que Jaime riendo. No es solo un actor de cine, es todos los actores de cine guapos juntos. Se estira un poco en la cama, como un cachorrito al que todavía le sorprende que le crezca la cola. Se hace voluptuoso para sí mismo. Y en ese instante lo llevaría a comer chifa y a ver una peli de Star wars, le daría todo lo que me pidiera. Yo le acaricio el viejo calzoncillo de palmeras, le digo que tiene las orejas bonitas, las manos bonitas, las piernas bonitas. Hago pendular mis pechos sobre sus ojos, lo ciego con mi carnalidad, lo sé. Me quedo media hora olfateando los orificios de su nariz, que expira algo profundo de su ser, es una prueba de identidad: así lo reconozco; y también su axila, que huele hace dos décadas a piel de carnerito, tomo todo lo que puedo hasta llenarme los pulmones de lo que más nos acerca a las bestias. Juego con sus huevos como si fueran las bolas chinas del ying y el yang. Chupo el yang para que brote su lado femenino, beso la cabecita de su pene erguido, y subo hasta las tetillas y el cuello y la boca, y bajo otra vez como una hormiguita y me siento como alguien que toca un contrabajo o algún otro instrumento así de vasto y complejo, que hay que recorrer ascendiendo y descendiendo, a distintos ritmos cortos para sacarle sonidos. Ya no soy tan ágil pero lo intento. Ya que estoy con un hombre, me obsesiono un poco con la penetración pero no demasiado. Me sorprende más el picor de su barba. Me sorprende que él sea más grande que yo, pero a la vez tan frágil. Sentir algo tan distinto a lo de ayer completa mi naturaleza. Me abraza, me abrasa, o, mejor debería decir, me cubre como una manta enamorada, y me encuentro en su cuerpo con los enigmas: una Gabriela inmortal, delgada, bonita, joven que empieza a amarse mientras él la ama. Y ya siento que lo conquisto fácilmente, que avanza y me conmueve ver el crescendo de su placer, cómo empieza a arder por mi culpa y nuestros ojos se desesperan y se hablan en sus mil idiomas y se cruzan en la inmensidad de nuestra historia en común.
Ahora estoy en la cama terminando mi eventual rutina matrimonial de masturbarme con Magdalene y el señor japonés, entre dos cuerpos que me dan sus amadísimas espaldas sin causarme sufrimiento. Una es amplia, fuerte, lampiña. La otra grácil, menuda, quebrada. Qué más da si yo soy Magdalene y el señor japonés si sé que en algún momento se girarán y podré verlos otra vez. Ahogo por fin un gemido y miro a los lados, todo sigue igual de plácido, sus espaldas suben y bajan con el sueño, sus respiraciones siguen haciendo juntas esa especie de música nocturna. Y yo también sigo siendo la misma. No me he perdido en la vigilia de no tenerlos esta noche, ni a uno, ni a los dos. A veces imagino que tengo un superpoder, no el de querer y desear a más de una persona –creo que eso lo siente todo el mundo– sino el de haber logrado con mucho esfuerzo compaginar esas dos dimensiones del amor, con toda su distinta intensidad y belleza, sin tener que escapar, ni dejar a ninguno atrás, haciéndome cargo, sin que compitan sus fuerzas dentro de mí, integrándolas en el mismo juego de la vida. Cuánta razón tiene el poeta Fabián Casas cuando dice que los amantes que duermen son como botes que durante la noche quedan atados al muelle y se dan pequeños golpes involuntarios movidos por el viento. Solo que en lugar de dos botecitos, nosotros somos tres los que volvemos después de cada travesía. Esta noche ellos están ya en tierra, mientras yo sigo navegando. En un rato nos reuniremos.