Texto publicado el 13 de marzo de 2018.
Los fotografiados de la portada son Feliciano Oliver y Tomás Máscolo.
—De lo único que me acuerdo es que estaba en un garage. En un garage lleno de pinturas de caballos: ahí fue mi primer aborto.
Tom recién egresaba del secundario, de una escuela italiana católica que era casi un internado. El dato urgente del lugar se lo dio una amiga militante de Pan y Rosas. Tom primero llamó, después fue a retirar una orden para hacerse un análisis de sangre, preguntó si podía pagar en cuotas. A la semana volvió, esperó junto a dos mujeres, entregó el dinero que faltaba. Lo hicieron entrar a una pieza, lo acostaron en una camilla ginecológica, le ataron las piernas. Lo pincharon dos veces para pasarle la anestesia, no se dormía. Cuarenta minutos después lo despertó una voz que le gritaba: “Ya está, tenés media hora para recomponerte e irte”. Se metió la mano entre las piernas, tenía pañales.
Por entonces, Tomás no se sentía un varón. Por eso antes del aborto llegó a decirle a la mujer del garage de los caballos: “Mire, capaz que soy lesbiana”. Pero la mujer le respondió: “¿Eso qué importa?”.
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—Soy un hombre trans, soy puto. Y también puedo estar con una chica.
A Tomás, que hoy tiene 30 años, le llevó la mitad de la vida definir su identidad y su orientación sexual con todas las letras. Hoy anda con esa presentación en la punta de la lengua (junto al piercing de su boca) y la arroja sin bajar la vista cada vez que hace falta. Sus ojos tienen un detector de reacciones, le divierte el desafío intelectual que genera en quien lo escucha. Se lo ve orgulloso con el cuerpo que habita.
Al pogo social a favor del debate se le agregó un cantito: “Aborto legal para varones trans!”. La demanda por su visibilización está en gargantas, carteles, remeras, papers, muros. El movimiento de los hombres trans señala que la agenda del activismo por los derechos sexuales se redujo a un tema: la interrupción del embarazo. Y éste, a su vez, se redujo aún más: a pensar en las mujeres cis como las únicas que se embarazan y en los varones como acompañantes, en el mejor de los casos. Por eso levantan sus carteles: para contar que hay otros cuerpos gestantes, y que quedar afuera los aleja de los derechos que les pertenecen.
En Twitter, María Riot (Putas Feministas) dijo: “Hay mujeres con pene y hombres con vagina. El binarismo atrasa. Y hacer chistes con eso, más”. También en las redes sociales Luli Sánchez (Lesbianas Feministas) señaló: “Todas las entrevistadas para hablar de aborto en Página 12 son cis paquis. Las quiero, compañeras, pero dudo de los avances en estas condiciones. No somos el cotillón del derecho al aborto que llena páginas cuando no hay nada realmente importante. Dónde están nuestras referentes LGBTIQ, somos parte de esta lucha”.
Los obstáculos que encuentran los varones trans para acceder a sus derechos sexuales y (no) reproductivos son jurídicos pero también culturales. Se arraigan en tantos mitos que sostienen un imaginario anticuado -y nocivo- que cala no sólo en los prejuicios de la cheta de Nordelta, también -salvo excepciones- en colectivos que se suponen amigos, como el LGBTIQ y el de mujeres.
—¡Traicionaste al género!-, chicanean todavía algunas viejas feministas.
Levantar esta bandera rompe esquemas. Lo más suave que les comentan los facho-trolls en las redes es “¡¿Pero cómo se embarazan?!”.
Muchos varones trans tienen posibilidad de gestar, ¡y la usan! Algunos se identifican como “putos trans” y tienen relaciones sexuales con varones cis o trans. Otros tienen relaciones sexuales con mujeres trans o con travestis (no se identifican como putos y sostener que lo son implica negar la identidad de género de sus compañeras).
La circulación de prejuicios exige de los varones trans una disposición pedagógica permanente (y no remunerada): “Algunas mujeres tienen pene, algunos hombres tienen vagina. Exigite un poco o acostumbrate”, responden con hartazgo a los trolls.
“Aborto legal para varones trans!” es una demanda que emerge de que los varones trans que abortan enfrentan una clandestinidad doble: la de un procedimiento ilegal y la que supone negar su identidad de género para no profundizar el maltrato.
“Educación sexual para decidir. Anticonceptivos para no abortar. Aborto legal, seguro y gratuito para todxs lxs cuerpxs gestantes para no morir! ”, más posteos.
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Al dejar atrás la educación religiosa, conocer gente y lugares nuevos, Tom empezó a bucear por esa intuición que le galopa desde que tiene 3 años, cuando le pedía a su abuelo que lo peinara como un tanguero. Después, pasó la adolescencia espantando los pensamientos que le tomaban la cabeza y le zumbaban “quiero ser hombre”.
El segundo aborto de Tomás fue cuando ya se identificaba como Tomás, a full. Y puto. Al encontrarse con las dos rayitas del Evatest reconoció que no quería seguir adelante con la panza, no quería ser padre. En algún momento se aplicó testosterona, y por dejar de hacerlo conserva sus capacidades reproductivas.
Tomás se había visto obligado a interrumpir su transición hormonal porque el programa de salud pública rosarino con el que se atendía dejó de funcionar por recortes de presupuesto. Todavía no existía Ley de Identidad de Género que, igual, cuando se sancionó, tardó 3 años en reglamentar el artículo 11 que garantiza el derecho a la salud.
—¿Vos querés ser hombre?
—Sí.
—¿Cuántos años tenés?
—Tantos.
—Bueno, hacete este análisis de sangre y empezá a tomar 250 miligramos de testoviron.
No le explicaron los cambios físicos y psicológicos que comenzaría a sentir. No le preguntaron si soñaba con ser padre algún día. Dieron por hecho que se iba a querer hacer una histerectomía. ¿Se puede decir que él no “completó” su tratamiento? ¿Cuándo se completa “el” tratamiento? ¿Acaso no puede haber transición sin intervención médica?
Los ojos de Tom tienen un detector de reacciones. Sabe que, para los de afuera, escuchar varón-trans-puto-curioso es un trabalenguas que pone en peligro de extinción a dinosaurios, es un caleidoscopio que refleja las variaciones sobre el cuerpo, el deseo, las pasiones, el amor. Para él también es todo eso, además de un vacío. Un vacío enorme que lo hace sentir un conejillo de indias cuando el interlocutor es un médico/a.
El segundo aborto fue con Misoprostol.
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Facebook resulta el centro de salud más amigable para muchos hombres trans. Le dejan la Guía de Salud Trans, editada por el Ministerio de Salud de la Nación, a la gente de los equipos sanitarios. Sienten que ese protocolo los mete a todos en la misma bolsa, y ellos no son un grupo compacto de especímenes idénticos. Por ejemplo, el manual dice que después de dos años de tratamiento con hormonas se produce la castración química. Los grupos de Facebook dicen que ese dato no es confiable, que hay un período ventana en el que se sigue menstruando y ovulando, que la testosterona no funciona como anticonceptivo.
El intercambio solidario de información que circula en las redes sociales evidencia que no existe investigación científica aplicada que permita saber otras cosas. Por ejemplo, qué implica tomar tales drogas, por qué “la testo” provoca quistes ováricos, tan dolorosos, o qué pasa si se la mezcla con el Misoprostol. Por qué el saber médico no respeta los principios de Yogyakarta en particular y los derechos humanos en general. Por qué a una mujer cis que inicia un tratamiento oncológico le avisan que puede congelar óvulos, y a un hombre trans en estos casos no le hablan de fertilidad.
Las excepciones existen: están lxs médicxs macanudxs, empáticxs con la disidencia sexual y la diversidad corporal “anti cistema”. Con ellxs se puede intercambiar audios de WhatsApp que duran lo que un tema de Creedence; viven ojerosos y sus salas de espera están desbordadas de pacientes que buscan dejar de sentirse conejillos de indias por un rato. Pero tampoco lo logran.
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Si hace falta traducir el cantito “Aborto legal para tipos trans!”, ¿qué le queda al reconocimiento de su deseo de gestar?
Si hablás de aborto no te entienden. Y si decís: capaz me pinta ser padre te dicen: “¿Para qué transicionaste? ¡Te hubieras quedado como antes!”- son preguntas que confunden orientación sexual e identidad de género.
El mito de que los hombres trans son estériles se alimenta de prejuicios culturales que en muchos casos tienen asiento legal. Las políticas de esterilización forzada de personas trans son un hecho. En muchos lugares del mundo, las que quieren modificar su nombre y género en el documento deben renunciar a sus capacidades reproductivas. La red de organizaciones Transgender Europe contó que en su continente, año 2017, pleno siglo XXI, 22 países ponen esta condición.
Por eso también la Ley de Identidad de Género argentina es pionera. Reconoce que hay hombres trans que pueden gestar, que tienen derecho a no ser esterilizados contra su voluntad y abraza su identidad más allá de las características físicas. Igual, el mito es eficaz y sus consecuencias se reflejan, por ejemplo, en la ausencia de políticas sanitarias que contemplen estas posibilidades y en las propuestas educativas de educación sexual.
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Tom estudió periodismo, tiene un trabajo en blanco y además es editor de la sección Géneros y Sexualidades en La izquierda diario, el medio del PTS. “La igualdad ante la ley no es sinónimo de igualdad ante la vida”, repite. Cuando sus colegas le pidieron que levantara las banderas del cupo laboral trans dijo que no, que prefiere militarla en visibilizar el aborto. ¿Pero dónde, cómo?
Los límites de las políticas de la identidad se tornan muy palpables para quienes se chocan con ellos todo el tiempo aun en los movimientos sociales. Si la salud sexual y (no) reproductiva es marca registrada de las mujeres cis, las experiencias trans son privativas de travestis y mujeres trans, y la masculinidad es exclusiva de los varones cis, el lugar para los varones trans es el de la no existencia.
Cuando participó de un taller del ENM -que entonces era Encuentro Nacional de Mujeres sin la inclusión de “lesbianas, travestis y trans”- hizo girar su caleidoscopio: “Soy hombre trans, y puto”. “No entiendo cómo venís a invadir este espacio”, le respondieron. “¡Pero yo aborté dos veces!”, contó. En una marcha que pedía justicia por el crimen de Diana Sacayán tuvo que insistir para que le dieran la palabra porque no era travesti. En Varones antipatriarcales no se le ocurrió participar: sólo había sólo hombres cis.
Tomás Máscolo no es el único ni el primer hombre trans de la Tierra que abortó. Pero las experiencias de los varones trans suelen ser interpretadas a la luz de la “lógica de la primeridad”, que hace de cada una algo excepcional y sin precedentes. Seguro que cada experiencia es única, pero en términos políticos es una trampa: impide crear una genealogía y hace que este colectivo parezca siempre arrancando, siempre en construcción, lo que impide generalizar dilemas propios, terminar de convertirlos en sujeto político. Este es otro mito que justifica la jerarquía de urgencias a partir de la cual cierta población debe permanecer en la sala de espera, pero con un número nuevo cada vez.
Un caso emblemático es la feminización política de “La Pepa” Gaitán, chongazo cordobés asesinado por el padre de su novia, que exhibe las dificultades de asimilar la masculinidad de las personas asignadas al género femenino al nacer. A pesar de que la Pepa tenía una expresión de género masculina y rechazaba su nombre legal, la apropiación lésbico-mujeril de su memoria proyectó la figura de una mujer “asesinada por lesbiana”, mientras que la figura de la lesbofobia contribuyó a la estrategia penal que desarrollaron sus abogadas.
“Es que los varones trans son invisibles”, se escucha decir cada tanto. No, no son invisibles. El mito de la invisibilidad es jodido porque es una forma de responsabilizar a quienes lo padecen.
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El activismo trans tiene una presencia política significativa desde los años 90, por lo menos. La integridad corporal y la autonomía decisional siguen siendo sus dos puntos fuertes. Muchos hombres trans forman parte de agrupaciones feministas. Muchas agrupaciones trans son también agrupaciones feministas y, por si fuera poco, muchas personas trans pasaron gran parte de su vida como mujeres dentro de organizaciones feministas.
También es cierto que muchos hombres trans fueron expulsados de sus agrupaciones (lesbo)feministas debido a su transición o que les fue impedido el acceso por su identidad de género. La supuesta invisibilidad atribuida a ellos es un recurso que justifica su exclusión a la vez que los responsabiliza por ella.
“¿Qué hacemos con las mujeres trans, travestis y maricas que no se autorefencian varones?”, dispara Mabel Bellucci. Bellucci siempre hizo equipo con referentes trans justamente para instalar la noción de cuerpos gestantes y derecho al aborto. Ella piensa mientras sus pies pisan el feminismo queer. “Es una corriente que discute las diferencias y las incorpora, que intenta abatir ese feminismo de matriz biologicista, heterosexual, mujeril y separatista que identifica su antagonismo en un bloque monolítico: los varones por portación de colgajo”, explica.
Entre sus resistencias se destacan dos debates: el del último Congreso Iberoamericano de Estudios de Género, Cuerpos Gestantes/Prácticas abortivas, y el de la mesa Varones y Aborto, Decisión de ellxs. Conquista de Todxs. Se trata de modos de intervención política, acciones que como diría la poeta Monique Wittig representan “una máquina de guerra” pues tienen toda la intención de destruir las viejas normas. Para Bellucci son, además, “una caja de herramientas siempre a mano y al servicio de los activismos del presente, para que puedan entender y repensar su pasado dentro de los movimientos que hoy integran”.
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Mientras estudiaba periodismo Tom fue babysitter de dos hermanos de tres y cuatro años a los que nunca hizo falta darles cátedra sobre disidencia sexual.
El día que los dejaba de cuidar, Tom se despidió y les prometió que se seguirán viendo en cada cumpleaños.
—Tom, tranquilo, nadie sabrá que eres señor/señora- le dijo el nene, en un trueque de cuidados. Tom bajó la guardia, y lo abrazó.