Durante un tiempo Ángela Pradelli desarrolló una rara obsesión relacionada con el lenguaje: mientras hablaba, sin dejar de prestar atención al contenido ni perder el hilo de lo que se conversaba, hacía, mentalmente, el análisis sintáctico de las oraciones de su interlocutor. Sujeto y predicados, objetos directos e indirectos, circunstaciales. Esa obsesión de analizar sintácticamente las oraciones orales se fue suavizando hasta que un día se fue. A veces le gustaría que volviera.
Estudió el profesorado de Letras y ejerció la docencia en escuelas secundarias por más de 30 años. Trabajó en muchas, siempre de la zona sur del conurbano Se especializó en Gramática Española y dio conferencias y talleres para escritores en la Argentina y en varias ciudades de otros países, La Habana, Caracas, Berlín, Ginebra, Zúrich, Berna, Aarau, Wettingen, Zofingen, Winterthur.
Siente la escritura como una necesidad y puede demorarse horas en encontrar un par de palabras, pasar la tarde dando vuelta un párrafo para que suene mejor, o acomodar las frases una y mil veces hasta alcanzar a oír la música que desprenden.
En Argentina publicó libros de poemas, ensayos y novelas que fueron traducidos al alemán y al inglés y, en parte, al italiano y al francés. Recibió numerosos premios, algunos de ellos son: Premio Emecé, Premio Clarín de Novela, Premio Municipal de Novela Ciudad de Buenos Aires, Premio Fundación El Libro de Buenos Aires al Mejor Libro de Educación 2010-2011, Premio Municipal de Ensayo Ciudad de Buenos Aires.
Cuando los lectores le preguntan cuándo empezó a escribir, cómo, dónde, por qué; cuenta una historia de infancia. Pasaba los veranos en Río Negro, en la casa de sus abuelos que vivían en Villa Regina, y los domingos iban al río con su abuela. Apenas llegaban, la mujer se descalzaba, anudaba el ruedo del vestido y se metía en el río. Tenía la piel muy blanca. Se quedaba casi toda la tarde metida con el agua por encima de las rodillas y no le importaba volverse a casa con el vestido tan mojado que se le pegaba a las piernas.
De noche, cuando todos dormían, Pradelli cruzaba el pasillo que llevaba a los cuartos y entraba a la habitación de su abuela que en verano dejaba la ventana abierta. A veces, la encontraba con los brazos apoyados sobre el marco oscuro de madera barnizada, con la enagua de breteles finitos que, en las noches calurosas, a causa de la transpiración, se le adhería a los pechos y al vientre.
Otras veces la encontraba sentada sobre la cama. Su abuelo dormía de espaldas, abrazado a la almohada, mientras su abuela revolvía una caja de zapatos llena de papeles, escritos casi todos en italiano. Cartas que ella desdoblaba y le leía en un susurro espeso. Tarjetas. Fotos que tenían una dedicatoria al dorso. Estampitas de comunión de sus parientes en Italia. Mientras leía, hacía crecer un murmullo en ese calor pesado del cuarto. Después volvía a guardar todo en la caja y la escondía abajo del ropero.
-El abuelo no sabe, eh –decía.
Nunca terminó Pradelli de conocer del todo esos secretos, pero los guardó para siempre. Y a veces cuando escribe le parece que es eso lo que vuelve. El susurro de un idioma que entiende a medias dentro de un cuarto caluroso; apenas un puñado de palabras para contar lo que está oculto. Voces de gente que no conoce y que hablan ahí, encerradas en una caja de zapatos escondida debajo del ropero: una luz que algunas noches se filtra por debajo de la puerta, que alcanza para alumbrar la oscuridad.