A pescar tiburones

Por: Ezequiel Franzino

Ese día en que vi a mi viejo detrás de sus Ray Ban, manejando el Renault 18 con el codo en la ventanilla, y encendiendo un Benson al reflejo de su Dupont de oro, supe que iba a ser el último recuerdo que tendría de sus épocas de empresario joven y próspero. La fábrica de embutidos se venía a pique a la misma velocidad con la que se le caía el pelo: el peinando al estilo Steven Seagal con colita y gomina, empezaba 20 centímetros atrás de la frente. Tenía 36 años y muchos problemas en el trabajo. En la butaca del acompañante estaba yo con seis años y 20 kilos de sobrepeso. Creyendo que era el fin de una era me propuse recordar cada instante de aquel día.
Estábamos yendo a Pehuen -Có a pescar tiburones con unos amigos del taller. No quise mirar el velocímetro- para no incomodarlo ni mostrar mi miedo - pero para recorrer los 82 kilómetros que separan a Bahía Blanca de ese pueblo costero, tardamos exactamente lo que duró el lado B de un compilado de Soda Stereo que sonaba cada vez que te subías al auto: “Nada, oh…oh…oh” cantaba mi viejo y venía en el aire “nada personal”.

Llegamos al camping donde nos esperaban ocho pescadores con experiencia. Mi viejo nunca había agarrado una caña y sin embargo había aceptado la invitación. Creo que en un punto buscaba escaparse un poco de mi vieja, y hoy me parece que me llevaba a todos lados para que mi mamá no ofreciera resistencia a sus programas.

Antes de zarpar en busca de ese animal que a él le prohibiera meterse al mar aún diez años después de haber visto la película de Spielberg, los pescadores nos agasajaron con un corderito patagónico que era un manjar. El comer sin plato (apenas cuchillo y pan) y repetir hasta el hartazgo (sin la mirada acusadora materna que por ese entonces consultaba nutricionistas para ponerme a dieta) me hicieron llenar a tope. A las tres de la tarde estábamos en el mar.

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A los diez minutos de haber anclado, mi cuerpo empezó a sentirlo. Mi papá miraba atentamente cómo mi rostro se volvía transparente mientras depositaba al mar esos trozos a medio digerir. Fueron 11 devoluciones de corrido, los pescadores se reían y festejaban mi bautismo en lancha. Hubiesen preferido tirarme al mar como carnada de los “tiburcios” antes que pegar la vuelta por un gordito boludo que había comido exageradamente: “Miguelito” dijo mi viejo al Capitán “volvamos”.

Los pescadores me preguntaban cómo me sentía y desde mi knockout profundo -sólo para no hacer quedar mal a mi progenitor- yo aseguraba estar bien. Mi papá se paró sobre la embarcación y retó a duelo a quien se opusiera a la retirada. Nadie se levantó, y el silenció atroz acabó con el encend